Cuerpos en formol
La rumana Adina Pintilie coloca y abisma su cámara especular en ambientes asépticos y espacios clínicos para disponer a sus cobayas humanas (incluida ella misma) ante nuestra mirada en una suerte de proceso de apertura que busca el camino a las emociones y sensaciones perdidas a través del contacto con cuerpos extraños, experiencias nuevas y una palabra cercana y terapéutica que se quiere liberadora de traumas, inercias culturales, tabúes y bloqueos.
Su protagonista central, una mujer en los cincuenta, busca encuentros nuevos que la saquen de su letargo y su rechazo al contacto físico, que la reactiven en su estado de punto muerto: los encuentra observando y acompañando a los miembros discapacitados de una terapia de grupo, a un transexual, a un gigoló que se masturba ante su mirada, a una suerte de instructor, a un hombre sin pelo, a un parapléjico yacente. Asistimos también a una aseada sesión de sadomasoquismo, entre el sueño y la realidad, entre la performance y el psicodrama. En las (necesarias) transiciones (pasillos, calles, espacios baldíos…) suena música disonante de Einstürzende Neubauten y canciones que hablan expresamente de melancolía.
En su voluntad experimental, ref lexiva, teórica e híbrida, Touch Me Not se me antoja una película vieja, confusa e inerte en su gélido gesto catártico, un filme de laboratorio ensimismado en su supuesto discurso transgresor y liberador (¿feminista?) contra el agotamiento de la normalidad, un grito de autor impostado en una habitación de paredes acolchadas. Leto transpira una extraña inocencia, como si fuera posible espiar desde la mirilla una burbuja intocada de cine, a la contra, por ejemplo, de la pedagogía godardiana –se afina una película como lo hace una banda–, o de la resaca psicodramática que Garrel extendiera sobre los resacosos del ensayo revolucionario. Leto, filme nada cínico, prefiere otra cosa, dar la espalda a todo esto y alinearse con una modernidad bobalicona y simpática –digamos, free... El Knac y cómo conseguirlo podría encarnar ese fantasma– que quizás guíe, aunque dudamos hace tiempo de estos atajos, a algún despistado hacia propuestas más enjundiosas.
Configura Leto tamaña panoplia de amortiguaciones estéticas en clave retro, desde el blanco y negro a las animaciones parvularias, que hace dudar de si la vida pasó por aquí, de si hubo cuerpos imantados de veras por T-Rex, la Velvet o David Bowie; así de desmoralizador resulta convocar la memoria del rockero Víktor Tsoi y de aquellos años de contracultura en el Leningrado de la década de los ochenta de manera tan aséptica y controlada al milímetro. Son estas las películas que gusta descubrir en un festival saturado de títulos. Casi en familia, buena señal, vemos Buscando la perfección con un ojo en los gestos y movimientos armónicos de John McEnroe en su etapa de gloria, hasta aquella final perdida contra Lendl en Roland Garros 1984, y otro en las deslumbrantes lecciones de cinematografía, teoría de la imagen y crónica deportiva de Gil de Kermadec y Serge Daney, ejes fundamentales para entender una película no exactamente sobre el tenis y el genial tenista, sino sobre cómo filmarlos y estudiarlos desde su relación con el cine (que no con la televisión), remontándonos incluso a aquellas imágenes prodigiosas de la descomposición del movimiento humano del fusil cronofotográfico de Marey. Amalric narra con cálida precisión científica la cuenta atrás de ese camino de McEnroe hacia la perfección técnica al tiempo en que lo vemos sacar y golpear a cámara lenta una y otra vez, gestionar su ira como mecanismo para el control y la victoria, pelearse con los elementos externos (cámaras y micrófonos) como manera de inventar y dominar el tiempo, primer y último objetivo de un deporte y un deportista único e irrepetible.