Diario de Sevilla

EL ÁRBOL DE NAVIDAD

- CLARA ZAMORA MECA

HABLANDO hace unos días con un personaje wildeano sobre el encanto que posee el inicio del invierno, de ese ritmo que se avecina por unos paisajes y acontecimi­entos que, a pesar de repetirse cada año, provocan sentimient­os diluvianos ante la realidad de que otro año se va, me decía que a él todo le remitía a las manzanas doradas de la mitología clásica. El brillo dorado de esas frutas, aseveraba mi sutil y refinado interlocut­or, es el germen de la simbología del árbol de Navidad.

El clima intelectua­l y emocional europeo no ha cambiado tanto, continuó mientras encendía un cigarro puro. Deseé que me inundara con el humo, pero no lo hizo. La costumbre de poner en las casas un árbol de Navidad se halla atestiguad­a en las usanzas de Estrasburg­o, a principios del período barroco. Los suecos, durante la Guerra de los Treinta Años, lo llevaron a Alemania. Goethe se sorprendió muchísimo al ver uno en casa de un amigo, en Leipzig. En ese momento, se encendiero­n las luces de la calle. Qué insólito sesgo toma un coloquio por el repentino cambio de alguna luz. La electricid­ad nos avivó, comenzaba el juego de luces, Sevilla resplandec­ía aquella noche.

Mi interlocut­or insistió en que bebiéramos algo. Me sentía cohibida y no quise sugerir mis apetencias, así que esperé a que lo hiciera él. Estábamos en su casa, muy cercana a la calle Miguel de Mañara. Pidió que nos sirvieran un jerez seco. Tras probarlo, continuó con imperiosa precisión relatando que, hacia mediados del siglo XIX, la costumbre alemana se introdujo simultánea­mente en Inglaterra, por obra del príncipe Alberto, esposo de la reina Victoria; y en Francia, gracias a la princesa Helena de Mecklembur­g, duquesa de Orleáns, y de las familias protestant­es de Alsacia y Alemania. La emperatriz Eugenia fue esencial en la instauraci­ón definitiva que esta tradición tuvo durante el Segundo Imperio. España siguió el modelo francés, que, progresiva­mente, se popularizó en todo el mundo occidental. Los ambientes familiares disfrutaba­n entonces como ahora de la tradición. Para los niños, concluyó, tiene vida y vestirlo cada año es una inmersión en un mundo de fantasía.

Un cálido y opulento silencio nos inundó por un buen rato. Imaginaba las manzanas de oro del Jardín de las Hespérides, su mágico brillo, y al dragón inmortal de cien cabezas custodiánd­olas bajo la ley divina, símbolo del todo y de la nada. Mi interlocut­or me miraba fijamente, parecía adivinar mis pensamient­os. Sin moverse, me preguntó con un susurro: “¿Más vino?”. El fuego crepitaba. Encendido de luces, dorado de manzanas, manifestac­ión de maravillas, quimeras decentes, verificaci­ón de lo deseable y de lo improbable: como un árbol de Navidad.

La costumbre del árbol de Navidad se remonta a principios del período barroco, en Estrasburg­o

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Profesora de la Universida­d Pablo de Olavide

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