Rasgos de la poética de Murillo
La fama a veces perjudica. Le ocurre a Murillo. Sus obras entusiasmaron, se reprodujeron con largueza y profusión, en manos de un catolicismo simplón (el que ya lamentaba Blanco White), a la vez que reiteraban sus figuras, ignoraban su arte. Por eso esta exposición es un paso para reivindicar al Murillo pintor. Un paso, porque no llega a desplegar el denso panorama que merece su obra.
En espera de esa muestra (¿se organizará algún día?), la actual ofrece valiosos rasgos para apreciar su poética. El primero es su vigoroso realismo. Realismo no es literalidad. Imágenes que recogen celosamente cada detalle de un cuerpo pueden resultar acartonadas, muertas. El realismo auténtico es el que da vida a las figuras y las afirma como existentes. Las figuras entonces no han escapado de un sueño o una fantasía, ni materializan una idea, sino que están ahí, manifestando a las claras la verdad de su existencia. Así ocurre tan los tonos suaves del atuendo de los novios con los intensos rojos, verdes y anaranjados de la derecha, mientras a la izquierda los grises y pardos de la figura de Jesús resaltan el brillante amarillo de la joven que al fondo sujeta una bandeja. Añádase el espléndido púrpura de la túnica de Magdalena penitente, los variados matices de blanco en la Vieja despiojando a un niño y el ascetismo casi monocromo de los pardos de San Felipe.
Hay en la muestra un recinto atrevido. Pese a su reducido tamaño, en él se ha colocado la Inmaculada llamada La colosal que suele presidir la antiguo templo mercedario. Es un acierto: permite apreciar la escala y el modo de pintar adecuado a la colocación de la imagen, mientras la figura, me decía con razón un amigo, cobra aire de aparición. Pero hay algo más: esta imagen triunfal, dominadora, de la Contrarreforma se mide con la ingenua sencillez de La Inmaculada del Escorial y con la fuerza ascendente de la que procede de México. El habitáculo se completa con la Virgen con el niño del Museo de