Guerin ante el origen del mundo
Por la mañana escuchamos a José Luis Guerin en la radio, con esa elocuente claridad y elegancia que le caracterizan, hablar de la paradoja en que se han convertido los festivales, oxígeno y asfixia, escaparate y muerte del cine en su avalancha de imágenes y relatos a la moda sin apenas tiempo y reposo para la mirada y la escucha.
A la tarde, el cineasta presentaba al público, qué remedio, su nuevo cortometraje, De una isla, un encargo de la Fundación César
Manrique para el que ha tenido plena libertad creativa más allá del vínculo con el pensamiento del arquitecto y paisajista de Lanzarote del que este año se celebra el centenario de su nacimiento. Una proyección que se completaba con su primer largo, rodado hace 40 años, Los motivos de Berta.
El “drama geológico” de De una isla remite directamente a los albores, la esencia, los cuadros y las texturas del cine mudo en blanco y negro, a la materia crepitante, frágil y viva del celuloide (está rodado en 16 mm), a sus colas, veladuras y emulsión como reveladores de lo real. El paisaje marino, rocoso, mineral, volcánico y humeante de Lanzarote emerge (a veces en espejismo tridimensional) en las imágenes con ecos de
Epstein, Flaherty o Buñuel, resonancias de la materia que evocan un primitivismo esencial que Guerin modula desde la música contemporánea de cámara (siempre tan útil para fijar la mirada y no tanto las emociones) y unos sucintos subtítulos que nos narran detalles científicos, acontecimientos, historias y leyendas en un fértil diálogo con las transiciones, fundidos y encadenados que nos remiten a los orígenes. Porque De una isla es un filme sobre el origen del mundo, el paisaje y una mitología, un pas à deux del cine con el espacio, un diálogo poético entre tiempos que resucita una experiencia primordial que, por desgracia, ha de compartir su pequeño hueco de pureza con millones de píxeles ruidosos y banales.