ENALTECER
EN una democracia normal enaltecer a un cabrón, y a lo que significó y aún sigue significando para algunos, no debería ser un delito. En una democracia normal, es decir, en una democracia bien cimentada, curtida y sin miedos, la gente –quien quisiera hacerlo– debería tener la libertad de admirar a tipos siniestros y abyectos, y su derecho a expresarlo a viva voz o por escrito no debería ser cercenado. Es más, en una democracia normal, o sea, fuerte, sólida –hay que insistir: sin miedos–, la gente que así lo deseara debería tener garantizada la posibilidad de manifestar en público su ansia de que la historia diera un vuelco y sufriera una regresión y el gobierno del país estuviera de nuevo en manos de un autócrata y sus secuaces. Sólo en una democracia fallida, erosionada por dirigentes ocupados en “mantener a la población en estado de alarma, amenazándola con una interminable serie de dudas, todas imaginarias” (H. L. Mencken), iría aumentando, en vez de menguar, el número de estas personas.
Y por contra, si en vez de ensalzar, en una democracia normal, no fingida, ni adoptada ni soportada, ni manipulada
En una democracia normal, quien quiera hacerlo debería ser libre para admirar a tipos siniestros y abyectos
por unos y otros según les van yendo las ganancias, se prefiriera despotricar de Dios –en cualquiera de sus múltiples figuraciones–, de la Patria, del jefe del Estado –fuese rey o presidente republicano–, del Gobierno y sus ministros, del Parlamento y sus diputados, del Ayuntamiento y sus concejales, de los partidos, de la Policía y del Ejército, de los bancos y de las ONG, del Hombre y de la Mujer, de los viejos y de los niños y de la playa y del monte y de los perros y de los gatos y de los toros y del fútbol, tampoco sería juzgado sumariamente y no habría que estar todo el tiempo pidiendo disculpas porque, por supuesto, no sería censurado.
En una democracia normal estaría clarísima la diferencia entre la comisión de un delito y el ejercicio del ridículo. Un gobierno incurre en lo segundo cuando trata de hacer pasar por lo primero, y además imponiéndolo, precisamente eso: una ridiculez. Hacer el ridículo –actividad por cierto cada vez más en boga en no pocas cámaras legislativas– no debería estar penado en una democracia normal. Si así fuera, el país entero sería una cárcel y todos estaríamos en chirona, incluido el alcaide de la prisión. Desde hace muchos años, la noche de cada 20-N, bajo la ventana junto a la que trabajo, un grupo de personas se reúne y, a mi juicio, hacen el ridículo con un acto de enaltecimiento. Pero son libres de hacerlo. Y deberían seguir siéndolo. En una democracia normal.