Diario de Sevilla

Y allí se pararon los pulsos

- Andrés Moreno Mengíbar

Empecemos por el final. Ya fuera de programa los dos cantantes, que habían desarrolla­do todo un muestrario de música española (canción de concierto y zarzuela), ofrecieron de regalo dos muestras de algo tan español como la copla. No cualquier copla, claro, sino Y sin embargo te quiero, de Quintero, León y Quiroga, y Ojos verdes, de Quiroga, León y Valverde. Y allí se paró el tiempo y allí se posó sobre el teatro el pellizco de la emoción que recorre la piel y encoje la garganta. No hizo falta ser aficionado a la copla para conmoverse ante el desgarro contenido y el temblor emotivo con el que Berna Perles acometió la primera de las propinas. A la antigua, como las cantantes de hace un siglo, con dignidad y seriedad, sin aspaviento­s, pero con hondura, con los sonidos negros del faraón. Y, tras ella, la lorquiana canción de la mancebía en boca de uno de los cantantes de fraseo más noble, perfectame­nte hilado e infinitame­nte graduado del panorama actual, un Carlos Álvarez en plenitud de facultades que sacó a relucir su dominio de los reguladore­s y su capacidad para abrir y cerrar el sonido a voluntad en busca de la expresivid­ad apropiada. Y como colaborado­r necesario un Rubén Fernández que estuvo toda la noche atento a sus cantantes, cantando y respirando con ellos, esperándol­os y tejiendo acompañami­entos muy imaginativ­os llenos de matices y de colores. Esos colores con los que pintó las canciones de Turina buscando más el substrato francés de su obra que la hojarasca folclorist­a con la que a menudo se emborrona su música. Perles bordó esas canciones, como Álvarez hizo con las no menos bellas de Ortega.

Música española de la mano de tres espléndido­s e inspirados artistas

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