LAS RAZONES DEL CAMPO
● La gran diferencia entre el precio de base y precio de consumo está en el núcleo de las reivindicaciones ● El auge de cultivos intensivos en planicie ahoga a los pequeños olivares
“Antes, todo lo que ves era olivo”. Ya no lo es, claro. Se fue arrancando para plantar otras cosas y ahora las lomas están peladas. A nuestro alrededor, uno de los pocos fresales que sobreviven en Puerto Serrano. A la espalda dan sombra algunos olivos de reciente plantación. Kiko y su hermano cultivan sobre todo fresas, pero también pimientos, tagarninas, tomates. Lo que se deje. “Este año está siendo bueno, no como el pasado –dice–. Hay mucha luz, la fruta madura antes”.
Hermanos Kiko cuenta con unas diez personas trabajando. Dan salida a parte de su producción a través de una frutería propia. “Yo vendo fruta a 2.90 que he visto en el mercado a siete euros–dice–. Para eso, cojo yo mismo mis productos de la mata y los pongo en la tienda”. Piensa que una regulación de precios podría servir de tope para evitar esa descompensación. Se queja, como tantos agricultores, de Marruecos: de que la fruta importada no compite con las mismas competencias, con fitosanitarios, controles de calidad y salarios que aquí no se conciben y que se reflejan, inevitablemente, en el precio final. Se puede vivir del campo, sí, pero a lo justo. De hecho, no le gustaría que sus hijos se dedicasen a la labor.
En Puerto Serrano se habla del que fue boom de la fresa como del desplome de la bolsa en el 29. La localidad cuenta con la media de ingresos más baja de la provincia (9.630 euros de renta media). A cambio, el medidor de desigualdad más utilizado, el índice Gini, los sitúa dentro los cómputos más favorables (0.38). Es una sociedad, se traduce, bastante homogénea. Los bolicheros han sido una población de temporeros. Cuando comenzó el exitoso cultivo de la fresa en Huelva, pareció una buena idea trasladarlo para acabar con el éxodo estacional. “Se perdió mucho dinero, hubo mala gestión”, comenta Fran El Gato, que lleva trabajando en el sector desde 1998. Gato es el mote familiar y el nombre del negocio es FresGato. “El mote se lo puso mi madre a mi padre, de los líos que formaba, y después se casó con él”. En plena campaña, emplean a 35 personas. El Gato lleva en la fresa veinte años, pero en el campo toda su vida: “No sé leer ni escribir. Bueno, lo justo, sí, porque mi padre me dijo enseguida que si quería ayudar en el jornal. Recuerdo que, cuando en el colegio decían de ir a alguna excursión, mi madre nunca me dejaba, porque le daba cosa. Pero luego no le daba cosa que fuera a trabajar”.
La fresa es un cultivo costoso, delicado. Sale a 37 euros por mata. Si llueve tres días, se corre el riesgo de que se pudra. Si salen 2.000 cajas de fresas, hay que recogerlas de inmediato. “En Huelva, sacan 400 gramos por planta; aquí sacamos 300: no hay tanto margen, y eso que yo miro plásticos de segunda mano y demás...”
También tiene frutería propia: “Este asunto tiene demasiados intermediarios. Yo vendo a un mayorista, y llega a otros que no son mayoristas, y reparten entre varias tiendas. Lo mismo, cuando llega al consumidor, mi producto ha pasado por diez manos diferentes. Yo me puedo permitir, en mi tienda, ponerle un precio distinto. Porque creo que ahora es imposible romper la cadena, las grandes superficies nos revientan”. Aun así, es escéptico respecto al tema del precio fijo: “Esto no es como el trigo, al que le puedes marcar un margen”.
En Francia, por ejemplo, se ha establecido una política de mínimos en algunos productos, para que no se vendan por debajo de los precios de coste. “Pero si pones la ciruela a 0,60 céntimos en vez de a 0,40, muchas distribuidoras no van a querer. Lo ideal sería un precio mínimo, pero bajo una calidad, y no creo que todos los productos sean de la misma calidad ni mucho menos. Más interesante –argumenta Diego Montaño, ingeniero agrónomo y técnico de cultivos– sería cortar la importación, pero entran un montón de factores en un sistema liberado. El pago único sería la ruina. Sabemos que hay que intentar producir la máxima calidad al mínimo precio, pero no todo el mundo tiene recursos para hacerlo”.
“No es lo mismo un producto envasado que fresco, y este último es altamente perecedero. Al estar en la base, el sector primario está condenado a aceptar las condiciones que se le presentan. Genéricamente, el producto depende de la distribuidora y lo comercializa la empacadora. El lema de la distribuidora, y hay que tenerlo claro, no es comprar: es vender. Cuando compra, le llega
la revisión del departamento de calidad y se clasifica según categoría. Digamos que en fruta, quita el 30% que se va a vender como mermelada o segunda gama”.
“Hay una hipocresía infinita en todo el discurso sobre la problemática del campo, con declaraciones del propio presidente del Gobierno, mucho ruido que no deja ver el fondo del problema –explica el también ingeniero Jesús Parra–. Es fácil manipular la imagen de cara a la ciudad. Decir, por ejemplo, que los grandes agricultores se llevan las subvenciones pero sin destacar que el mayor preceptor de subvenciones es la Junta de Andalucía. Mercasa no es el problema. El problema tampoco es Marruecos. La mayor parte de las empresas que importan productos de Marruecos son empresas españolas o francesas, que meten los productos por aquí. Europa es esencialmente una exportadora de productos elaborados. Es la propia Alemania quien marca el PAC, porque lo mismo facilitas cierta exportación a cambio de que me lleguen naranjas. Otra: la culpa la tiene el Carrefour. Vale. Pero nadie está llegando al fondo del problema, que es la política agrícola común que supuso el cam
“Cuando llega al consumidor, mi producto ha podido pasar por diez manos diferentes”
bio de la Agenda 2000, cuando se perdió el principio de preferencia comunitaria, una norma no escrita por la cual el sector agroindustrial se tenía que surtir de materia prima preferente del mercado europeo: esto se rompe. A partir de ahí, se puede recurrir a cualquier mercado, abriendo la puerta a políticas neoliberales radicales”.
A pie de campo, los agricultores tampoco consideran relevante el tema del SMI: se trabaja por jornal, a hora de verdad, cotizada. “Nosotros pagamos a siete euros. En Huelva pagan por jornada. El día tiene que salir a unos 40 euros: el sueldo base es más barato –comenta el Gato–. A mí me da igual pagar mucho porque el campo es duro. Si no has trabajado nunca, los primeros días pueden darte hasta fiebres. Pero los productores tenemos que tener unos mínimos cubiertos”.
Otro de los temas sobre la mesa es el del aceite: por alguna magia extraña, el litro de aceite que hace unos pocos años valía cuatro euros, ahora te lo llevas por dos. Detrás de tal efecto de ilusionismo, lo que hay son malas artes. “En los últimos 15 o 20 años, los fondos de inversión han invertido en el Valle del Guadalquivir en olivares superintensivos, que han empezado a producir, y ahora lo que tenemos es una sobreproducción de aceite –cuenta Parra–. Por supuesto, hay otros factores, pero este es uno muy importante. La PAC había puesto subvenciones para la plantación del olivar. Hace diez años, la principal producción del olivar en la provincia de Cádiz venía de la sierra; hoy procede de Jerez. De hecho, la actual producción de aceite en la campiña de Jerez es ya más que la de toda de la sierra”.
“Los costes de aceituna en sierra te pueden suponer unos 25 céntimos el kilo; en planicie, 4 céntimos de euro. Y lo podemos poner en botellas, muy bonito, pero, al final, se vende a granel”. “Te exprimen hasta los huesos”, dice Miguel, uno de los responsables de Aceites Adriana, marca que los Mellado han puesto en marcha en el paraje de Monforte. Nunca una frase tan literal encerró tanta metáfora: “Al moler, pagas por triturar la aceituna, pero también se quedan con los huesos y la pulpa, de la que siguen extrayendo producto. Así obtienen de ti el triple de lo que pagas”.
No todas la etiquetas que constan como aceite de oliva virgen extra lo son: el aceite de primera calidad se obtiene tras un triple prensado. Mucho del aceite que vemos calificado como de primera categoría, es el orujo, el resto de esa primera molienda, mezclado con otros aceites. “Me dedico a esto porque siempre me ha gustado, y también porque estoy muy vinculado a mi padre, al que si le quitas el campo, le da algo”, continúa Miguel. Llega Miguel padre, de 76 años, y habla de cada pedazo de tierra como algo que hay que mimar. “Ahora mismo empieza ya a brotar el chaparro”, dice.
Cerca se rozan una higuera y un olivo. Falta la vid para tener, en un mismo trozo de tierra, la tríada mediterránea al completo. “Esto es un hijo –explica el Miguel más joven, señalando una ramita que asoma enclenque junto a un tronco de olivo–. Si el hombre que vigila esto lo ha dejado ahí, por algo será. Nuestro encargado ya es mayor, a ver qué sustituto encontramos cuando se vaya”.
Miguel padre emigró a Alemania. Trabajaba por la mañana en la fábrica y por la tarde de barbero. “Allí había muchas mujeres disponibles, pero yo no. Yo, a ahorrar”. Al volver, abrió una barbería y un bar que aún se mantiene. Con el dinero ahorrado fue comprando parcelas de tierra hasta llegar a la extensión actual: 22 hectáreas de oliva picual, ojiblanca y manzanilla.
Cuando lo adquirió, el terreno estaba bastante descuidado. En él han ido plantando de todo: algodón, pipa, remolacha. No. Lo suyo era el olivo. El olivar bajo los pies tuvo su origen en una estaca que Miguel padre recogió en una plantación, entre Baena y Granada. Un árbol del que se enamoró y cuyo descendiente es el rey del lugar: todo olivo que ha nacido de él, ha prosperado. Miguel padre también invirtió en la fresa: “Más de veinte millones de pesetas que perdí”.
Aceites Adriana nació en 2016 y, excepto el mosturado y el envasado –que no descartan llegar a controlar con el tiempo–, ellos controlan todo el proceso: también la distribución. Reparten a domicilio y por correo. “Sigo sin ver normal que sea más barato mandar aceite a Francia que a Canarias”. “Los cortijos y demás que tú conoces son los de las bodas, ¿verdad? –dice Miguel, abriendo la puerta de la casa–. Esto es un poquillo diferente”. Un salón con una enorme chimenea, vigas vista, sillones arrumbados contra la pared. “No queremos parecer lo que no somos –explica–. Esto es lo que siempre quieres arreglar, y siempre dejas para después”.
Casi toda la producción de Aceites Adriana se vende antes de empezar la siguiente campaña. En cada temporada emplean de 25 a 30 personas. El olivar no cambia, parece un mar inmutable, pero te hace estar “todo el año pendiente”. Muchas veces –reconoce Miguel hijo– es complicado innovar, pero ambos tratan de escucharse. No tienen el sello de cultivo ecológico – “¿por qué marean tanto?”– aunque lo hacen todo de la forma más natural posible, tratando de establecer un precio justo. Pero la oferta es cada vez más a la baja y la cosecha se paga al año, y por eso creen que estaría bien una regulación mínima: “Si el intermediario quiere ganar, que lo gane, pero nos tenemos que asegurar costes. Nos van a obligar a los chicos a abandonar, y los grandes seguirán igual que siempre”.
Otra de las grandes preguntas en las reivindicaciones del campo está en el hecho de que protesten tanto pequeños agricultores como grandes extensiones: el reparto de subvenciones europeas, fundamentadas en la extensión por superficie, ha estado siempre rodeada de polémica.
“Este año se acaba el ciclo de PAC y Asaja está moviendo la palmera para que todo siga igual. Se da por seguro que los fondos se van a reducir en un 10% y hay que presionar.... –apunta Parra–. En el fondo, lo que se está peleando es que los fondos se racionalicen, no desde UE sino a nivel nacional y, si eso es así, el Estado aplicará los fondos en los sectores importadores. Ocurre que tenemos una Consejería de Agricultura que podría llamarse Almería, olivar y demás: si hay menos dinero, se piensa, hay que repartirlo para que no nos lo quiten a los que hemos estado bien”.