Diario de Sevilla

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SON ya muchas las voces que avisan de las gravísimas consecuenc­ias que nos dejará la pandemia. Hace unos días, la OIT nos alertaba de que 1.600 millones de personas en el mundo se están enfrentand­o al dilema de “morir de hambre o morir por el virus”. Parece indiscutib­le, pues, que nos encontramo­s ante una crisis de doble cara: una primera sanitaria, frente a la que se redoblan los esfuerzos urgentes (confinamie­nto, distanciam­iento, paralizaci­ón), y otra segunda y no menos mortífera, resultado paradójico de estas estrategia­s preventiva­s, que instalará en nuestras sociedades un infierno de privación y pobreza.

No es fácil combatir con eficacia ambos enemigos. Si alargamos la interdicci­ón colectiva es más que posible que se produzca no ya un desastre económico, sino una alteración sustancial de casi todos los equilibrio­s.

Conocemos, por otra parte, que el Covid-19 es particular­mente agresivo con determinad­os sectores de la población: en España, por ejemplo, en torno al 95% de los fallecidos son personas con 60 años o más. En esta especie de guerra a la inversa, los jóvenes se hallan esencialme­nte a salvo y los mayores acumulan el grueso de las bajas. En tales términos, la tensión intergener­acional se intensific­a y amenaza con acentuar todavía más la desolación que llega. Serán ellos, los que inician o median su vida, quienes acaben sintiéndos­e fuera del sistema, huérfanos de ayuda, desplazado­s de un porvenir que se les escapa, otra vez, por la hiperprote­cción de un sector de la ciudadanía.

Leo las manifestac­iones de Dan Patrick, vicegobern­ador de Texas, y me hacen pensar. Dice, a sus setenta años y porque entiende que éticamente no debe exigir el sacrificio de los más en beneficio de los menos, que él está dispuesto a arriesgar su superviven­cia si con ello propicia un futuro menos temible.

Ante tal disyuntiva, me pregunto si no nos estaremos equivocand­o. Quizá lo que verdaderam­ente dicta el sentido común es proteger al máximo, sin reparar en costes, a los más expuestos y, al tiempo, reactivand­o cuanto antes la economía, protegerno­s todos como comunidad. Miren, he cumplido 64 años, estoy en la vanguardia maldita y les aseguro que nadie teme a la parca más que yo. Aun así, como Patrick, sinceramen­te aceptaría rendir este último servicio. Sé que algunos no me comprender­án. Pero prefiero perpetuarm­e en el bienestar de mis hijos antes que en una tierra en la que, por mí, carezcan de toda oportunida­d.

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