Más allá de Macondo
ña, es rendirse sobre todo a una marca registrada: la que patentó Gabriel García Márquez en 1967, respaldada luego por un premio Nobel, en Cien años de soledad. Ahí se encuentra toda la cantera de tópicos que desde entonces se ha venido asociando al universo literario sudamericano (amplificada luego por pelotazos como los de Isabel Allende y afines): la saga familiar, el cuento de hadas, la llamada de lo salvaje, el lenguaje botánico, el sentimentalismo, la novela río, en el mejor de los casos una imaginación desatada, casi cosmogónica, y el arrimo a la telenovela en el peor. En realidad, salvo zonas de contacto puntuales, poco tiene que ver el orbe de García Márquez con el de Cortázar o el propio Carpentier (de Borges ni hablamos), pero a las nuevas generaciones argentinas, colombianas, cubanas y el resto les ha costado sangre, sudor y lágrimas sacarse el sambenito de los Buendía. Dicen por ahí que hubo un punto de inflexión con la obra de Roberto Bolaño, víctima seguramente de la sobreexposición crítica, pero yo no sé. Quizá los vientos de cambio deben olfatearse por otras partes.
Es curioso constatar que el género fantástico sudamericano ha venido dirigido en las últimas décadas por nombres femeninos. El primero que se viene a las mientes (por los mismos motivos que el de Bolaño) es el de Mariana Enríquez, una argentina que mediante una personalísima combinación de denuncia social, novelas de quiosco y feísmo estético ha logrado la hazaña de elevar al primer plano algo tan denostado como la narración de terror, aunque no se trata de la única. Sin remontarnos al magisterio de Ana María Shua, podemos espigar títulos de Samanta Schweblin, Valeria Correa Fiz, María Fernanda Ampuero o Ana
Llurba, entre muchas otras. Giovanna Rivero, cuyo Para comerte mejor comentamos hoy, pertenece, creo, a la misma cuerda. En primer lugar, está la franja generacional: todas ellas (también Rivero) nacieron en torno a la década del setenta y se han nutrido, es obvio, de los mismos referentes culturales; lo cual desemboca obligatoriamente en lo segundo: una visión del fantástico que trata de superar el cliché de Macondo y asumir en su seno otro tipo de inf luencias más allá de las folclóricas, procedente sobre todo del ámbito audiovisual y de orientación anglosajona.
Para comerte mejor constituye un ejemplo paradigmático de todo lo antedicho. Se trata de un conjunto de cuentos (formato privilegiado por el género) escrito en una prosa muy cuidada (otro rasgo meridional), llena de imágenes, donde más allá del sustrato antropológico (que lo hay: son constantes las referencias a la cultura andina y el submundo del indio), el relato se abre a otro tipo de imaginarios que la conectan con el universo global de la televisión y los monitores (a saber: iconos del terror contemporáneo como zombis y vampiros, holocaustos climáticos, vuelos interestelares). Muy en consonancia con Enríquez, la autora se demora en lo pútrido, lo angustioso, lo malsano, haciendo hincapié en que no constituye sino el necesario reverso de la salud y el brillo de los que todos los vivientes nos nutrimos: así, sus historias están pobladas de leprosos que buscan la redención, madres violadas que temen por sus hijas, supervivientes que devoran cadáveres en ciudades asoladas por terremotos, o (en el mejor texto de todos) mujeres infértiles que pasean miembros amputados por el metro de Nueva York. Para comerte mejor es la ocasión de oro para conocer una voz nueva, contundente, perturbadora, que, como espero que se vea en el futuro, tiene mucho que decir en la renovación de la literatura fantástica sudamericana.