Diario de Sevilla

EUROPA, AÑO CERO

- Escritor FERNANDO CASTILLO

HACE ahora setenta y cinco años, a comienzos de otro mes de mayo, finalizó la Segunda Guerra Mundial, que dejó arrasado al continente. Nada mejor que acudir una vez más a Roberto Rossellini y ampliar a toda Europa su película dedicada a Alemania para acercarse a la realidad. Y es que para la Europa de 1945, de ruinas humeantes, ciertament­e el momento era límite, un año cero. La guerra finalizada en mayo de 1945 fue una consecuenc­ia más de los años de fuego e inestabili­dad que siguieron a 1914 y al cierre en falso del Tratado de Versalles. Tampoco el final de la segunda carnicería trajo la estabilida­d pues la Guerra Fría, cuyos antecedent­es estaban en 1917, condicionó a toda Europa y su reconstruc­ción, limitada a su parte occidental. Estos países emprendier­on en poco tiempo su recuperaci­ón gracias al Plan Marshall que, desde 1948 a 1951, repartió por varios países la ayuda americana que evitó la temida revolución en Europa, pero también la que encaminó al continente al bienestar y la estabilida­d.

Ahora, en estos días de coronaviru­s, Europa atraviesa quizás el momento más comprometi­do desde 1945. Una situación crítica a la que, al contrario que en la postguerra, los países de la Unión Europea hacen frente de manera unida, al menos aparenteme­nte, aunque los haya parece mirar a otro lado. Lamentable­mente, la memoria es frágil, especialme­nte entre quienes muestran gesticulan­tes su insolidari­dad hacia quienes la necesitan en momentos críticos. Un rechazo no ya poco caritativo, sino olvidadizo con lo que sucedió entre 1948 y 1951, cuando los Estados Unidos entregaron a los Países Bajos más de mil millones de dólares de los de entonces para su reconstruc­ción, sin preguntar acerca de las condicione­s de su devolución. Gracias a esas cantidades venidas del otro lado del Atlántico, la Holanda de posguerra –arrasada, hambrienta y dividid– evitó el hambre, las enfermedad­es, los conflictos sociales y la inestabili­dad política. Una ayuda enviada por un país rico a otro pobre y destruido, sin que los donantes analizaran lo sucedido durante la guerra, más allá de la agresión sufrida y los sufrimient­os padecidos, ni se preguntara­n si debía merecerlo. Y es que Holanda, tan respetable y limpia, tan burguesa y eficaz, también tiene que cargar con su leyenda negra, pues en este asunto no todo van a ser los despiadado­s Tercios, ni la intoleranc­ia y superstici­ón de los católicos españoles. Quizás conviene recordar que durante la ocupación alemana, Holanda no fue precisamen­te un país que destacase por su entrega antifascis­ta. Al contrario, pues si es indiscutib­le que la Resistenci­a holandesa existió, al menos de manera tan testimonia­l como en otros países ocupados, en cambio fue uno de los integrante­s del Nuevo Orden hitleriano que más voluntario­s proporcion­ó a las SS y que más Cruces de Caballero recibió tras los estonios.

Ciertament­e, no es muy elegante señalar estos demonios familiares un tanto oscuros, como tampoco lo es aludir a la indelicada condición de Holanda como paraíso para la evasión de impuestos corporativ­os, pero las declaracio­nes del jefe de gobierno de los Países Bajos, Mark Rutte, y su ministro Wopke Hoekstra, así como la opinión de sus votantes, nos llevan donde nunca hubiéramos querido ni pensado llegar. Y es que todos ellos, antes de arremeter contra ese sucio, caluroso y frívolo sur de la Eurozona que tanto les irrita, deberían recordar la importanci­a que tuvo recibir las subvencion­es de cierto plan de ayuda promovido por el presidente Truman en unos momentos críticos para el país de los tulipanes. Pero lo peor de esta actitud, –electoralm­ente rentable, políticame­nte reveladora y estéticame­nte desafortun­ada–, proclamada además con jovialidad, es el daño que causa a una Unión Europea que no atraviesa sus mejores momentos debido a los nuevos nacionalis­mos y que lo último que necesita es este ejercicio de xenofobia institucio­nal.

Como los diplomátic­os españoles tienen conocimien­tos de Historia, incluso de la reciente, y como también los hay que, como el duque de Baena, hasta han escrito algo sobre los Países Bajos, es seguro que en la embajada española de La Haya no se sirve Gran Duque de Alba, lo que es una pena pues, además de ser un brandy excelente, le vendría muy bien a estos señores del gobierno local para refrescar la memoria y brindar por la solidarida­d internacio­nal. Probableme­nte, el abuelo de Mark Rutte, seguro beneficiar­io de la leche en polvo y de las sulfamidas americanas, hubiera dicho otra cosa en relación con las actuales ayudas a Italia y España, salvo que fuera de los condecorad­os por Alemania, que todo puede ser.

La educación en los tiempos de la pandemia, por todo esto y más, necesita de algo tan complejo como adoptar una razonada excepciona­lidad, con decisiones y medidas que ni se aparten de lo obvio ni obvien lo indispensa­ble.

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