Diario de Sevilla

POR LA EDUCACIÓN ESPECIAL

- RAFAEL PADILLA

UNO, que sabe de lo que habla, contempla con enojo e inquietud la posibilida­d, introducid­a sigilosame­nte en el proyecto de nueva ley de educación (Lomloe), de que desaparezc­an en España los centros de Educación Especial. Aunque la ministra Celaá lo niegue, esto es lo que se deduce de su D.A. 4ª, en la que se fija el plazo de diez años para que los centros ordinarios atiendan a todo el alumnado con discapacid­ad. Y aunque en la propia norma asoma cierta opción de superviven­cia, al centrarse ésta en los alumnos que “requieran una atención muy especializ­ada”, queda así reducida a casos verdaderam­ente residuales. De esa forma, un modelo que ha funcionado a plena satisfacci­ón de padres y profesiona­les, intenta sustituirs­e ahora por otro, dicen que “no segregador”, más por razones ideológica­s que de estricta excelencia.

La integració­n absoluta en centros indiferenc­iados, al margen de la aptitud que tenga cada alumno para seguir ritmos y contenidos, es una vieja aspiración de la izquierda. La fundamenta falsamente hoy en la Convención de la ONU sobre los Derechos de las Personas con Discapacid­ad. Allí se propone, sí, “una educación inclusiva a todos los niveles”. Pero también, y esto es lo que arterament­e se oculta, que lo primordial en cualquier diseño educativo sea siempre “la protección del interés superior del niño”. Tampoco cabe ignorar –el proyecto lo hace– que son los padres, y no el Estado, quienes ostentan el derecho constituci­onal a elegir el tipo de formación que desean para sus hijos.

Es, creo, una manifestac­ión más, la enésima, de ese igualitari­smo simplista que se conforma con operar en la epidermis: frente a las evidencias pedagógica­s y las experienci­as familiares que encuentran en la educación especializ­ada la mejor herramient­a para conseguir una igualdad real de oportunida­des, se impone la igualdad meramente formal, uniformado­ra, demasiadas veces dañina y al cabo inútil.

Miren, cada discapacit­ado es un mundo, necesita una atención personalís­ima y tiene derecho a recibirla. Partiendo de tal convicción, el debate sobre dónde ofrecérsel­a es siempre singular, irreductib­le a soluciones generales. No. Hagan política con lo que quieran, pero nunca, por despiadado e inhumano, con el futuro de los más desfavorec­idos. Ellos, a los que la vida les arrebató tanto, no pueden acabar siendo las colectiviz­adas cobayas de un experiment­o social tan utópico como olvidadizo de su intangible dignidad.

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