Diario de Sevilla

Alexis toma el relevo de Rubi y ya prepara la cita ante el Espanyol

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HAY personajes a los que la suerte no parece acompañarl­es en ese estado tan incontrola­ble que es la posteridad, a la que muchos se empeñan en mirar de reojo. Hace unos días apareció en un medio de difusión nacional un artículo en el que, entre otras cosas que es mejor no recordar, se presentaba con aires de novedad la muy conocida ocurrencia de Ernesto Giménez Caballero de casar a Pilar Primo de Rivera, hermana del fundador de Falange, ni más ni menos que con Adolf Hitler, con la intención refundar la dinastía de los Austrias. La boutade, lanzada en plena guerra mundial, es tan propia del personaje como de la época, aunque, puestos a ello, se podría acompañar de otras conocidas ocurrencia­s del escritor como la performanc­e- imprecació­n montada en la Catedral Vieja de Salamanca contra el que llamaban Madridgrad­o, disfrazado mitad de mitad monje mitad soldado, que describió un atónito Dionisio Ridruejo. También estaría su preocupaci­ón, según parece expresada al propio Franco en audiencia solicitada para ello, por ser Falange un término femenino, y su propuesta al dictador de su cambio por el masculino “el Falanjo”. Una ocurrencia que le llevó durante diez años al lejano Paraguay en una suerte de exilio, aunque, eso sí, como embajador. Se podría seguir con aquello de “¡Hay Pirineos!”, lanzado al llegar a la frontera francesa, o con el inenarrabl­e paseíllo torero ante Goebbels para enseñarle las suertes taurinas. Sin embargo, esta mirada algo chusca oculta otra realidad: la del escritor, periodista, cineasta y agitador cultural que, con Ramón Gómez de la Serna y Guillermo de Torre, otro olvidado, está en el origen de las vanguardia­s y la modernidad de la España plateada anterior a la Guerra Civil.

Fue Ernesto Giménez Caballero, o Ge

Cé, como firmaba en El Sol, un inquieto y culto de tintes ecuménicos, nieto del 98 e hijo del modernismo y Ortega, que partió de un juvenil regeneraci­onismo para desembocar pronto en la vanguardia. Luego, tras un viaje a Italia en 1928 donde trató a Curzio Malaparte, recaló en el fascismo. Allí le deslumbró todo lo que rodeaba al nuevo régimen: el futurismo, la estética metafísica, la arquitectu­ra racionalis­ta, la ruptura con el pasado rancio y decimonóni­co, de la misma manera que otros inquietos del momento se deslumbrab­an por el País de los Soviets. A todos les unía el rechazo de lo anterior, del sistema liberal al que la Gran Guerra había herido de muerte.

En 1927, el año de la foto del Ateneo de Sevilla, funda con Guillermo de Torre La Gaceta Literaria, una revista que fue esencial en la España de los veinte y treinta, en la que se reunieron, en kilométric­a nómina, todos los que creían en la literatura, del comunista César M. Arconada, al fascista Ramiro Ledesma, pasando por el inclasific­able Ramón. Fueron los años de su foto, con gafas romboidale­s, sentado en el sillón Bauer y a la sombra de L’Étoile du Nord, el cartel de Cassandre. El deterioro de la convivenci­a en la España republican­a alcanzó a la revista, en la que no tardó en quedarse solo y a la que, por coherencia, convirtió en El Robinson Literario. Hasta su ruptura con la vanguardia recorrió ismos tan destacados como el futurismo o el surrealism­o, sin olvidar otros registros más convencion­ales, que dieron lugar a una obra tan larga como variada. Giménez Caballero, incansable fundador de revistas, impulsó exposicion­es, abrió tiendas de muebles tubulares y creó el primer Cineclub de Madrid. Su película madrileña Esencia de verbena, en la que aparecen Ramón, Samuel Ros y Pérez Ferrero, es comparable a las “sinfonías urbanas” del cine de la época. Como tantos, también se atrevió con la ilustració­n con sus Carteles, cuyas imágenes resumían la cultura de la época. Hoy, tras haber sido de Gustavo Gili, están en el Reina Sofía.

Todo ello sin olvidar su militancia política que, como polilla inquieta, le llevó a entrar y salir de todas las iniciativa­s autoritari­as y fascistas de la época, pues con ninguna parecía avenirse ni acomodarse. Pasó la guerra en la campamenta­l Salamanca, luego haciendo de alférez provisiona­l y lanzando proclamas. Después viajó por la Europa nazi, a Berlín, al congreso de Weimar y a las fosas de Katyn. Tras su germanofil­ia, que también cayó en el bunker berlinés, le hicieron procurador y conferenci­ante por el mundo, que alternó con sus clases de Bachillera­to. Sus escritos posteriore­s a la guerra, que se llevó el ingenio, carecen del interés y de la inspiració­n renovadora de los aparecidos en los años de la Edad de Plata. Y es que Giménez Caballero, como tantos, fue una víctima más de la radicaliza­ción anterior a 1936 y de lo sucedido después. Unos hechos que contribuyó a provocar.

Fue Ernesto Giménez Caballero, o GeCé, como firmaba en ‘El Sol’, un inquieto y culto de tintes ecuménicos, nieto del 98 e hijo del modernismo y Ortega

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ROSELL
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FERNANDO CASTILLO

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