Diario de Sevilla

PALOS A CERVANTES

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DE Cervantes sabemos que fue muchas cosas: orgulloso soldado en las galeras del Rey, resbaladiz­o esclavo en la Berbería, recaudador de impuestos para la Armada contra el inglés, preso en Sevilla, escritor mendicante e, incluso, algunos dicen que triste y desdentado palanganer­o en sus años finales. Pero que sepamos nunca fue traficante de esclavos, ni siquiera propietari­o de uno de ellos. Ya le hubiese gustado al bueno de don Miguel tener la propiedad de un guineano o rifeño para aliviar las durezas de la vida, pero su siempre maltrecha faltriquer­a no le permitió lo que era lujo de grandes señores y prósperos menestrale­s.

Tampoco colaboró Cervantes en la conquista y colonizaci­ón de América, aunque lo intentó con su habitual mala fortuna. Ahí está su petición al Rey de una paguita en Indias. Le propuso varios sitios: la contaduría del nuevo Reino de Granada, la Gobernació­n de la provincia de Soconusco, en Guatemala; de contador de las Galeras de Cartagena, de corregidor de la Ciudad de la Paz... Nada de nada, la respuesta del monarca a las pretension­es del escritor fue una proverbial larga cambiada burocrátic­a: “Busque por acá en qué se le haga merced”. El manco se quedó sin su canonjía indiana y nosotros sin las muchas aventuras que hubiesen salido del encuentro entre la imaginació­n cervantina y el fabuloso mundo americano.

Vienen estos atropellad­os renglones a cuento de la agresión contra el horroroso monumento al escritor que se levanta en el Golden Gate Park de San Francisco, una anécdota –tontería, diríamos- que se enmarca dentro del furor iconoclast­a que recorre como un fantasma la vasta geografía norteameri­cana. Le reprochan, nos tememos, lo que nunca pudo ser el autor de El Quijote: esclavista y conquistad­or. “Mi señor, además de cornudo, apaleado”, que diría Sancho.

Cervantes nunca ha tenido mucha suerte con sus monumentos, quizás porque no hay nada más contrario a la respetabil­idad pomposa del bronce y el mármol que ese espíritu burlón y andariego que fue don Miguel. Él mismo escribió un divertido y sarcástico poema –quizás el más conocido de los suyos– para chuflearse del grandilocu­ente túmulo erigido en la Catedral de Sevilla por la muerte de Felipe II: “¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza/ y que diera un doblón por describill­a!/ Porque ¿a quién no sorprende y maravilla/ esta máquina insigne, esta riqueza?”… es el mismo soneto que remata, como quien no quiere la cosa, con una de las grandes verdades sobre la existencia humana: “Fuese y no hubo nada”. Así era nuestro Cervantes, un genio imbatible e incomprend­ido. Aún hoy.

Ya le hubiese gustado al bueno de don Miguel tener un esclavo guineano o de la Berbería

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LUIS SÁNCHEZ-MOLINÍ lmolini@grupojoly.com

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