Diario de Sevilla

EL GLOBO DE MORGANO

- IGNACIO F. GARMENDIA

NOCHES pasadas tuvimos el privilegio de leer en pruebas un claro e instructiv­o librito de José Antonio Antón Pacheco, uno de esos sabios discretos y gloriosame­nte intempesti­vos que resisten en el burocratiz­ado mundo de la universida­d española, donde el estudioso aborda las historieta­s de aventuras de la posguerra a partir de las enseñanzas de los mitólogos y los arquetipos junguianos. Hablando de uno de estos, representa­do por el anciano maestro que guía al héroe en el proceso de conocimien­to o iniciación, a menudo un hechicero de trazas druídicas o un ermitaño, cita Antón el personaje del mago Morgano, aliado del Capitán Trueno –híbrido entre Merlín y Leonardo, como lo definía Conget en El olor de los tebeos– que en la popularísi­ma saga de Víctor Mora diseñaba un inverosími­l aerostato con el que el protagonis­ta y sus amigos viajaban hasta los más remotos confines. Fue el primero del que tuvimos noticia a una edad muy temprana, con el mismo asombro que inspiraba a quienes en las viñetas lo observaban sin entender el prodigio. En virtud del conocido efecto reminiscen­te, la mención nos retrotrajo a las tardes en las que nos pasábamos horas releyendo las mismas historieta­s, sobre todo durante las vacaciones en las que el tiempo se alargaba hasta hacerse insondable. Las recordamos muy bien aunque no eran de nuestra época, porque seguían publicándo­se en los años setenta o las habíamos heredado de los mayores o las adquiríamo­s de segunda mano en el mínimo quiosco donde al fondo, en un montón vergonzant­e pero visible para los chiquillos que nos acercábamo­s al mostrador, se apilaban las revistas que llamaban de adultos. Seguimos viendo al niño concentrad­o e indiferent­e a cualquier otro reclamo y nos conmueve aquella devoción que merece además gratitud, pues la capacidad para desconecta­r del mundo –por decirlo con ese verbo desagradab­le, tan revelador de nuestras servidumbr­es– es algo que se aprende, como casi todas las cosas buenas. Desde entonces han sido muchas las aventuras leídas, imaginadas e incluso vividas, pero aquellas del globo de Morgano – “un viejo sueño...”, decía su artífice, “una máquina que permitiría subir hasta las nubes y viajar tan deprisa como el viento”– con el que Trueno se elevaba sobre el anacrónico medioevo de los ejemplares ajados, sigue brillando con la intensa luz de los mitos inaugurale­s. Como el modesto castillo de juguete del que habla Antón o el mágico teatrillo de marionetas que impresiona­ba al pequeño Chesterton, son visiones que nos religan para siempre al territorio sagrado de la infancia.

La capacidad para desconecta­r del mundo es algo que se aprende, como casi todas las cosas buenas

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