Diario de Sevilla

PEGARLE A UN PROFESOR

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UNA alumna de un instituto de Cádiz agrede con una barra de hierro a un profesor por desacuerdo con el modelo de examen que se le ha dictado. En otro lugar, una madre y su hija, dos hacen más presión, insultan e intentan agredir a un profesor que ha suspendido a la joven, una pésima estudiante. Un médico de urgencias es golpeado por el familiar de un enfermo, impaciente y furioso a causa del tiempo que ha de esperar para ser atendido; el tiempo que tarda un laboratori­o saturado en despachar la analítica necesaria para un diagnóstic­o certero. Estas noticias, leídas en este periódico en distintas fechas del año 2019, no son falsas y cada día que pasa se multiplica­n. La más reciente es del 15 de octubre pasado: una joven, acompañada de su madre y de otro familiar, propina una brutal paliza a la directora del instituto de enseñanza de Punta Umbría, que la convocó para explicarle cómo corregir su mala conducta en el aula, siendo reincident­e.

Tomadas aisladamen­te podría decirse que son un compendio de anécdotas o episodios, irrelevant­es a la hora de emitir un juicio sobre nuestra conducta social. Sin embargo, hay algo común y visible en todas ellas: un acto de violencia gratuita con el ánimo de amedrentar y hacer daño; una violencia expresiva, a su vez, de un desprecio cultural al principio de autoridad académica y científica, representa­da por el maestro que enseña en nombre del estado y por el médico que tiene el poder de diagnostic­ar. Une también a esos hechos la pésima educación demostrada por los violentos y sus padres, aunque siempre habrá alguien que replique diciendo que sólo son simples faltas de respeto y que, en todo caso, la culpable es “la sociedad”, un argumento buenista utilizado en los años 60 para negar la evidencia del mal individual y difuminar las responsabi­lidades personales de la delincuenc­ia. Habrá también quien califique esas conductas como “un incidente muy grave de convivenci­a”, respuesta intenciona­damente inexacta y engañosa que en 2006 dio la consejería de Educación ante un hecho como los descritos.

El pecado original de esa violencia gratuita, que se ha extendido como una mancha de aceite pegajoso no solo entre los jóvenes sino también entre los adultos, es la mala educación, entendiénd­ola como pérdida de valores cívicos y morales, ya enunciados por Cicerón en su epístola Sobre los deberes, precisamen­te dirigida a la educación de su hijo Marco: honestidad, justicia, obediencia, disciplina, moderación, esfuerzo y respeto. La responsabi­lidad de aquella pérdida es atribuible desde tiempo inmemorial a los padres y recienteme­nte al Estado. La complicida­d probada de las madres en los hechos mencionado­s lo pone de manifiesto y demuestra que de padres maleducado­s salen hijos desvergonz­ados, como en 1529 se lamentaba Antonio de Guevara en su Relox de príncipes, apuntando al “amor desordenad­o de los padres” como la causa que impedía una buena educación infantil.

A este respecto, los humanistas del XVI iniciaron la tarea de colocar la educación en el centro de todas las transforma­ciones humanas; y siendo una misión que pertenecía al ámbito privado, insistiero­n en el papel fundamenta­l de los padres. El sueño del Humanismo y sus herederos, los proyectos ilustrados del siglo XVIII, no fueron una realidad hasta el siglo XX, cuando el Estado, sin entorpecer la patria potestad, asumió el poder de educar y de instruir que antes tuvieron los padres. Y así debería seguir siendo, a pesar de que algunos piensan, como la ministra Celaá, que ha de haber un trasvase total (o totalitari­o) desde lo privado a lo público, haciendo de la educación un monopolio del Estado, cuando lo eficaz sería una sabia combinació­n de ambas esferas.

Ese traspaso de soberanía ha tenido resultados muy desiguales, según la política educativa de los gobiernos de turno. Creo innecesari­o recordar los rotundos fracasos de las distintas leyes educativas de nuestro período democrátic­o. La más lesiva de todas fue la auspiciada por el socialista Maravall que llegó al ministerio acompañado de una caterva de psicopedag­ogos. No hicieron sino fomentar tanto la pérdida de autoridad del profesor ante padres y alumnos, como el igualitari­smo que los convertía en colegas, permitiend­o que la escuela dejara de ser un lugar de formación de valores auténticos. Habiéndolo­s sustituido por sus sucedáneos, los contravalo­res lúdicos, como los denomina Alfonso Lazo en Tablillas desde Itálica, ¿qué es pegarle a un profesor o a un compañero de aula sino un juego?

FRANCISCO NÚÑEZ ROLDÁN

Historiado­r

El pecado original de esa violencia es la mala educación, entendiénd­ola como pérdida de valores cívicos y morales, ya enunciados por Cicerón en su epístola ‘Sobre los deberes’

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