Diario de Sevilla

ME HAN PUESTO UNA MULTA

- JULIÁN AGUILAR GARCÍA

ME han puesto una multa en una calle sevillana. Otra multa, en realidad, si he de ser sincero y darles más informació­n de la que necesitan, porque no es ni la primera ni la segunda.

Ciertament­e la causa de mis castigos ha ido cambiando a medida que yo maduraba (léase envejecía), me hacía más sabio (menos imbécil), más prudente. Hace años las infraccion­es por las que justamente me castigaba el inmiserico­rde sistema punitivo de la Dirección General de Tráfico (las siglas DGT, se refiera la T a Tráfico o a Tributaria, nunca presagian nada bueno) tenían su origen el exceso de velocidad. Que es verdad que ir a 135 kilómetros por hora por una autovía recta y sin circulació­n, un domingo al amanecer, sin nadie a la vista, es –si me permiten la ironía– un pecado de difícil perdón y por ello merecidame­nte me hicieron aflojar la cartera. Y gracias doy a los cielos por no haber sido reo de más graves sanciones.

En esta ocasión, mi –sigo con la ironía– injustific­able culpa ha sido aparcar a la puerta de un colegio, donde está prohibido estacionar por obvias razones de seguridad. El pequeño detalle es que mi infracción ha tenido lugar en un domingo (ya ven que yo ese día de la semana lo dedico habitualme­nte a coger el coche y cometer barrabasad­as de todo tipo y tenor). Y los domingos, ya se sabe, no hay colegio. Los niños no van a clase, los profesores –a diferencia de los padres– descansan y no hay posibilida­d de una emergencia sanitaria en el centro educativo tan desierto como la preparació­n académica de buena parte de nuestros ministros. Así que me pusieron una multa por dejar el coche unos minutos –torpe de mí– en una salida que nadie iba a utilizar, que nadie podía necesitar.

Les aclaro que ya he pagado la sanción para evitar males mayores y que ciertament­e tengo sensación de culpa (no tanto por el hecho en sí sino por mi inexcusabl­e estulticia: creer a estas alturas que las normas deben ser racionales es de una ingenuidad imperdonab­le).

Así que no perpetro este artículo con ningún fin práctico ni para escarnio del funcionari­o que me puso la denuncia, por mucho que evidenteme­nte sea un señor (o una señora, no se me enfaden) carente de los dos sentidos más importante­s en un ser vagamente humano: el común y el del humor. Lo escribo simplement­e para dejar constancia anecdótica de un problema muchísimo más profundo, tal vez el más importante de nuestra sociedad, créanme que lo digo sin exageració­n alguna y aquí ya abandono la ironía y recurro a la más absoluta y lisa seriedad: el de si el derecho positivo, las leyes que nos imponen el poder ejecutivo y su acólito legislativ­o deben responder, o no, a algo más que a la voluntad de quien tiene el poder para imponerlas. Si las leyes deben derivar únicamente de la legitimida­d formal de su proceso de promulgaci­ón y publicació­n por quien legalmente pueda hacerlo o si deben atenerse a algún principio. Y aquí sí que no hay broma alguna posible. Volveremos sobre esto. Vayan reflexiona­ndo.

Ciertament­e la causa de mis castigos ha ido cambiando a medida que yo maduraba

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