Diario de Sevilla

EL OLVIDADO ANTONIO GALA

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DE que el tiempo va pasando irremisibl­e se da uno cuenta cuando personas que ocuparon la escena pública durante décadas empiezan a ser perfectos desconocid­os para quienes están dejando atrás su juventud. Entre menores de treinta años pocos pondrán cara a Antonio Gala, cuando para quienes sobrepasam­os la dantesca mitad del camino de la vida fue una presencia constante, uno de esos dos o tres escritores que conocía tanto la empleada de hogar menos instruida cuanto el ejecutivo más acicalado y agresivo y poco leído. Tan olvidado está que, a primeros de octubre, pocas alharacas han acompañado su noventa cumpleaños. Debe de ser extraño, para quien acumuló fama y reconocimi­ento y aun riqueza en vida, asistir en sus postrimerí­as, al principio de su puesta en olvido, ver cómo la vida no le ahorra el amargo elixir (ah, qué palabra tan de su literatura) de probar la brevedad de la gloria tan anhelada.

Quizá si 2012 le hubiera traído lo único que le pedía, no verlo acabar, como refirió en entrevista que uno leyó mientras su padre lidiaba con la muerte en un hospital (él, que sí quería terminar aquel año, no escapó a la suerte final), no hubiera tenido que transitar el largo camino de la decrepitud física ni el atajo corto del olvido. Ya ni siquiera Canal Sur, donde durante años, con su lengua aguda, viperina, no exenta de gracia, pontificó junto a Jesús

Quintero, lo recuerda. Sus libros, que ocuparon los mejores escaparate­s, e incluso se apilaban a la entrada de grandes almacenes, apenas se encuentran en librerías, salvo de libros antiguos y de ocasión, y a precios irrisorios. Sic transit gloria mundi diría (¿dirá?) él, tan propenso a latinajos. Aquellas lectoras, pues eran sobre todo mujeres, que se quitaban sus novelones de las manos, se cansaron del cursi carmesí y pasaron al rojo, en el fondo idéntico color, revisionis­ta de una Almudena Grandes. Las maduras que soñaban con pasiones turcas se convirtier­on en abuelas y dejaron la sicalíptic­a madurez de sus hijas a la muy patriarcal (ay, qué poco hemos cambiado) sombra de Grey.

Tenía ángel cuando fabulaba sobre su vida, inventándo­se una pubertad universita­ria en Sevilla junto a Aquilino Duque y Bernardo Víctor Carande, más jóvenes que él; o cuando maliciaba historias junto a Terenci Moix, en duelo dialéctico tan envenenado como divertido; o cuando escribía brevísimas columnas cuyos contados caracteres le pagaban rumbosamen­te (y ole por él, que tradujo en precio el valor de lo que escribía, valor que, no nos engañemos, entonces como ahora sólo se mide por la cantidad de lectores que estén dispuestos a comprar un libro o un periódico para leer a ese escritor). Quizá su obra más duradera será su Fundación, que ha becado a escritores jóvenes en los últimos veinte años, algunos hoy célebres, y que tal vez sean quienes hagan perdurar su nombre más allá del páramo en que han devenido los verdes campos que un día fueron sus palabras.

Su obra más duradera será su Fundación, que ha becado a escritores en los últimos 20 años

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CÉSAR ROMERO

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