“De niño, enfermo de fiebre, pedí a mi madre la cabeza de María Antonieta”
El autor acaba de publicar ‘El retrato de Doris Day’ (Renacimiento), un libro de relatos sobre la identidad, las apariencias y las adicciones literarias
Vertido en novelas como El salvaje de Borneo (Premio Juan March), El pasajero (Café Gijón), Continental & Cía, La Sociedad Transatlántica y Pez Espada (Premio Ciudad de Salamanca), el talento literario de Alfredo Taján (Rosario, Argentina, 1960) ha conocido también la poesía (reunida en las antologías Naumaquia y Nueva usura) y el relato, género al que consagra su nueva entrega, El retrato de Doris Day, que publica la editorial Renacimiento dentro de su colección Espuela de Plata, con prólogo de Juan Bonilla.
–Su anterior libro fue la antología poética Nueva usura, y ahora regresa con un volumen de relatos. ¿Hay tal vez cierto ánimo por su parte en desplazar a la novela como carta de presentación?
–Es que mi carta de presentación ha sido siempre la poesía. Es lo primero que escribí y lo primero que publiqué. Es verdad que después salté a la narración con El salvaje de Borneo, pero la poesía fue el origen de todo después de que me la inculcara Miguel Romero Esteo. En mi juventud andaba siempre rodeado de poetas y es inevitable que te contagien lo bueno y lo malo. En cuanto a los relatos, he ido escribiendo y publicando algunos de forma paralela a la poesía y las novelas. Pero cuando decidí hacer una selección de los que había publicado para un libro, me encontré con que me apetecía mucho escribir otros nuevos, y lo hice. Así que la mayor parte de los relatos de El retrato de Doris Day son inéditos. Hay otros inéditos que se han quedado fuera y que en el futuro podrían ser, tal vez, el germen de una novela. Ya veremos. –Aunque las influencias son múltiples, y muchas de ellas están convenientemente expresadas, tal vez la definitiva sea la de Borges, sobre todo en el estilo. ¿Había alguna cuenta pendiente en este sentido que ha querido subsanar ahora con estos relatos?
–Sí, en el libro está esa muchedumbre de personas y propuestas estilísticas a la que se refiere Juan Bonilla en el prólogo. Pero también Luis Alberto de Cuenca me llamó la atención sobre el aliento borgeano, y entiendo que sí, que esa huella es notoria, especialmente en los comienzos de cada relato. No voy a poner en duda mi pasión por Borges, desde luego. Me sigo preguntando quién le dictaba todas aquellas ideas, datos, nombres. Para mí es un placer dejarme contaminar por él.
–Otra referencia clave es la de Joan Perucho, quien, en el cuento Lusitania Express, formula la apreciación sobre realidad y ficción que atañe a todo el libro. –Conocí a Perucho en el año 90 de la mano de Alfonso Canales. Los dos coleccionaban libros antiguos y te nían bibliotecas gigantescas. Es cierto que Perucho hace una apreciación muy interesante sobre las confluencias de la realidad y la ficción, pero también lo es que muchas veces esas confluencias vienen dadas desde lo autobiográfico. La referencia a Alfred Menard, por ejemplo, es real: yo me encontré con Borges mientras caminaba del brazo de María Kodama en la Gran Vía de Granada. Yo encontré el retrato de la condesa Báthory en el Museo de Bellas Artes de Budapest, uno de los lugares más terroríficos que he conocido. Es la escritura la que le confiere a todo esto una apariencia posterior de irrealidad.
–¿Es el relato más eficaz que la novela a la hora de confundir ficción, realidad y autobiografía? –No lo sé. He escrito estos relatos como si hiciera un experimento. Cuando escribes relatos tienes que resumir y elegir palabras y tramas. A partir de ese esfuerzo de síntesis, me apetecía hacer un libro que mezclara varias cosas, que no resultara unívoco y que al mismo tiempo jugara a confundir esas fuentes. Creo que precisamente una de mis mayores influencias ha venido en este sentido de La invención de Morel, de Bioy Casares, con todo ese juego de apariencias y de realidades soñadas en aquella isla. De alguna forma, El retrato de Doris Day es una isla donde también reina la confusión.
–Otro elemento fundamental del libro es el humor. ¿Alguna vez ha utilizado usted la máquina escribir como arma arrojadiza, al igual que el periodista opositor de Crimen en La Nogalera?
–No, nunca. Tampoco me han faltado ganas. Eso sí, si decidiera hacerlo algún día, necesitaría muchas máquinas de escribir. –¿Hasta qué punto escribe usted herido de nostalgia?
–En el libro hay un tono general de desfallecimiento. Y, sí, no te negaré que la nostalgia es importante. La nostalgia del tiempo, como una especie de bruma que lo envuelve todo, especialmente visible en La copa del olvido. Hay nostalgia en esas sombras que aparecen, en la idea de hacer el amor con una muerta, en María Antonieta, en la certeza de que los viajes siempre los hacemos en el tiempo y, sobre todo, en los mitos. Soy un mitómano enfermizo. Siento por los mitos una especie de apasionamiento frío, un oxímoron que va mucho más allá de una mera apreciación intelectual. Siempre ha sido así en mi caso. Recuerdo que una vez, de niño, estando enfermo con fiebre, le pedí a mi madre que me trajera la cabeza de María Antonieta. Y entiendo que todo esto tiene que ver con la nostalgia por ese tiempo que se nos escapa.
Si pudiera, llevaría mis poemas a una esencia desnuda. El mejor poema es la página en blanco”
No pongo en duda mi pasión por Borges. Aún me pregunto quién le dictaba todas aquellas ideas, datos, nombres”
–¿Los vampiros y las escenas necrófilas son una concesión necesaria al romanticismo?
–Mi interés por los vampiros viene de las películas de la Hammer que veía de niño con mi padre. En realidad, a él le gustaban más las películas clásicas de Bela Lugosi y Boris Karloff, pero yo prefería la mezcla de atracción y repulsión que despertaba en mí Christopher Lee. Por cierto, Drácula y Dorian Gray conviven en el Londres de finales del siglo XIX y tienen mucho que ver. En una carta, Bram Stoker confiesa a Oscar Wilde la superioridad de Dorian Gray sobre Drácula: “El tuyo es un monstruo intelectual, el mío mata por hambre”. –Entiendo que el escritor se corresponde con el tipo de vampiro que mata por hambre.
–Desde luego. Esto es para mí una cuestión fundamental. Como escritor, incorporo todo lo que me interesa sin ningún tipo de trauma. Lo que pasa es que luego tiendo a perfilarlo todo mucho, a no dejar señales. Los escritores argentinos, y esto también lo decía Borges, pulimos tanto las frases que a menudo nos quedamos sólo con un punto o una coma. Los editores de Borges le convencían de que sus libros ya se habían impreso sólo para evitar que les pidiera más cambios. Para escribir El retrato de Doris Day he hecho de vampiro, como siempre, aunque después he moldeado mucho los relatos hasta su versión definitiva.
–¿Qué reescribiría de su obra ya publicada, si pudiera? ¿Y qué dejaría en el cajón?
–Es verdad que a veces leo algunas de mis cosas y me pregunto cómo me han dejado publicarlas. Pero no me planteo tanto la vuelta al cajón como la reescritura. Para la antología Nueva usura prácticamente escribí nuevas versiones de los poemas que ya había publicado antes. Escribir poesía me lleva a una situación difícil, me trastorna. Pero, si tuviera la oportunidad, nunca dejaría de reescribir mis poemas. Los iría despojando, los llevaría a una esencia cada vez más desnuda. Supongo que el mejor poema es la página en blanco.
–La entrevista termina y no hemos hablado de espías. Y en su libro hay unos cuantos.
–Todo el mundo espía a alguien y todos los espías son espiados. Como una red interminable, como un voyeurismo que no acaba. Es fascinante, ¿no crees?