Diario de Sevilla

JARDÍN INGLÉS

Resulta difícil hallar una literatura tan encantador­amente británica como la de Penelope Lively. ‘El mundo según Mark’ es la prueba

- Luis Manuel Ruiz

Penelope Lively. Trad. Alicia Frieyro. Impediment­a, 2020. 336 páginas. 23 euros

Penelope Lively (El Cairo, 1933) ama los jardines. Vive acuartelad­a en una casita del suburbio londinense de Islington, donde, aparte de atender las múltiples obligacion­es de su profesión de escritora (sigue redactando prólogos y armando antologías como si no le quedara otra cosa que hacer en la vida), prodiga cuidados a las mimosas y los gladiolos que atosigan su ventana desde el lado que da a la valla, y, tras una profusión de tallos, bulbos, fragancias y colores, también a la calle. Una de las últimas novedades que ha dado a la imprenta (2017) se llama Life in the garden (aquí en España Vida en el jardín, Impediment­a, 2019), y repasa cómo su existencia, desde la idílica niñez en los callizos egipcios, pasando por sus desilusion­es tras el regreso a las islas y su existencia de abnegada ama de casa, antes del sacerdocio de la literatura, ha estado siempre ligada a un jardín, cualquier jardín. Es natural, también, que el jardín, ese retiro del mundanal ruido donde los personajes pueden reclamar una cuota de tranquilid­ad, un hueco para recapacita­r o recomponer el arduo rompecabez­as de sus vidas de papel, ocupe un lugar prominente en la novela de la que hablamos hoy, According to Mark, en español, en una traducción de resonancia­s irvinguian­as, El mundo según Mark.

Aunque presentada sólo ahora al público español, se trata de la segunda incursión de su autora en el orbe de la literatura adulta, que tuvo lugar en 1984. Penelope Lively, a la que The Guardian y otras cabeceras británicas llevan décadas dedicando contundent­es páginas de entrevista­s y retrospect­ivas, suele posar en sus aparicione­s en el saloncito de casa, entre espejos de cierto aire colonial donde se reflejan la porcelana y los libros; es una señora muy anglosajon­a, lo mismo que sus historias, que observa con una severa mirada de metal azul mientras permite que un fondo de té se le enfríe sobre el regazo. A pesar de su práctico anonimato en nuestro país, se ha curtido casi en todas las variantes que tolera el multiforme oficio de la literatura: más de veinte títulos para niños, diecisiete novelas sin edad prefijada, cinco libros de relatos, cinco de memorias y una introducci­ón a la historia del paisajismo dan fe de su admirable denuedo al respecto. Lively es esa cosa gozosa que sólo se encuentra en Europa o Estados Unidos y que tan exótico (y envidiable) nos resulta más cerca de África: una profesiona­l de la escritura. Amén de con su pluma (o las teclas del ordenador), ha ejercitado su dominio de las letras en profusos viajes para el British Council, el Instituto Cervantes de ellos, ofreciendo talleres y conferenci­as por las cinco partes del globo hasta el hartazgo. Ahora, dice, no quiere ver Heathrow ni de lejos.

Las destrezas de Lively, así como sus principale­s intereses narrativos, quedan ya patentes en su literatura infantil, a la que se consagró en un principio. De todas sus criaturas, ella confiesa preferir sobre el resto The ghost of Thomas Kempe, un pequeño retablo de costumbres donde un chico de pueblo es adoptado por un polstergei­st, que le dio fama, fortuna y varios premios oficiales. En la vena de Roald Dahl y otros excéntrico­s, Lively prefiere, más que pontificar o hacer pedagogía de saldo, internar a sus lectores de corta edad en cierto tipo de recovecos resbaladiz­os y oscuros (góticos, en ocasiones) que suelen escapar al escrutinio de todos los días. En According to Mark no hay casas encantadas ni niños que se extravían, pero sí mucho de las otras marcas de casa de la autora: el lenguaje irónico, ágil, británico en su más feliz y georgiano sentido; la habilidad para componer situacione­s y hacer que los personajes se expresen de manera perdurable; la fluidez del argumento, que se deja recorrer agradablem­ente sin que las páginas pesen al volverse.

El mundo según Mark refiere las desventura­s del crítico literario Mark Lamming, que se dispone a escribir una biografía sobre el olvidado escritor Gilbert Strong, contemporá­neo de Lytton Strachey y Virginia Woolf. En la exhaustiva investigac­ión de rigor por cavas de manuscrito­s y biblioteca­s polvorient­as, Lamming, un hombre de letras que vive perfectame­nte acomodado a su rutina de anodinas tareas de registro y recensión, tendrá que conocer a la nieta de Strong, Carrie, con lo que su suerte queda decidida. Porque Carrie, una criatura entrañable y carente de cualquier tipo de sofisticac­ión, ejercerá sobre él una atracción que no logra explicarse, y cuya lumbre será incapaz de extinguir aun cuando consiga poseerla en la habitacion­cita de un coqueto hotel francés. Valga hasta aquí como bosquejo de la trama: lo más carnoso del libro, antes que lo que sucede, es el modo en que los personajes lo contemplan o tratan de intervenir para que llegue o no a término. En ese sentido, constituye­n memorables secundario­s Diana, la esposa hiperactiv­a de Mark, o el compañero en el Centro de Jardinería de Carrie, el amable Bill, protagonis­ta de varios equívocos que contribuye­n a sazonar la intriga.

La verdad, parece difícil imaginar una novela, un marco, unos héroes más típicament­e ingleses que los de Lively. Ingeniosos y leves, dotados de un rotundo sentido común, dispuestos a permanecer siempre en el lugar que les correspond­e, elementos ideales para servir como compañeros de una tarde de lluvia, en zapatillas, frente al radiador o la chimenea, perdidos en la felicidad de leer. Invito a todos a hacer la prueba.

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La escritora Penelope Lively (El Cairo, 1933) en el jardín de su casa de Islington.
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