No digas ‘berlanguiano’ en vano
Manuela Partearroyo traza los puentes que tendieron durante los años 50 y 60 las cinematografías española e italiana gracias a la huella de Valle-Inclán LUCES DE VARIETÉS. LO GROTESCO EN LA ESPAÑA DE FELLINI Y LA ITALIA DE VALLEINCLÁN (O AL REVÉS)
Manuela Partearroyo. La Uña Rota. Segovia, 2020. 256 páginas. 18 euros
Cuando en bachillerato leí Luces de bohemia, de Valle-Inclán, supe que había aprendido la manera de explicar España. Nunca hasta entonces había apreciado tan claramente las miserias que duran hasta hoy: mejor que en las clases de Historia, lo había entendido todo a través del fondo del vaso y de espejos cóncavos y convexos. Pocos años después fui al teatro a ver una representación con el aforo al máximo y también participé en una ruta valleinclaniana por Madrid que más bien parecía una manifestación de forofos de Max Estrella y Don Latino. Todo ello confirmaba que estaba ante un fenómeno del todo popular que se refundaba cada vez que alguien se refería a algún aspecto de España, muy frecuentemente de su política, como “un esperpento”. De la misma manera, la mirada se me fue afilando –y tal vez deformando– gracias a la cinematografía patria, especialmente la de mediados de siglo: entendí aún mejor este país viendo Bienvenido, Míster Marshall o El verdugo, películas históricas y celebérrimas, aunque ahora, injusta e inexplicablemente, no encuentren nuevos ojos, cuando más que nunca convendría que repusieran –¡o rodasen!– joyas sobre el problema de la vivienda como El inquilino (Nieves Conde, 1957), El pisito (Ferreri y M. Ferry, 1959) o La vida por delante (Fernán Gómez, 1958), siendo como somos –como seguimos siendo– Plácidos errabundos con la letra del motocarro siempre por pagar.
Lo decía el otro día Luis Alegre, que acaba de publicar ¡Hasta siempre, Mr. Berlanga! (Random Cómics), entrevistado por Aloma Rodríguez en Hoy Empieza Todo (Radio 3): “especialmente a los jóvenes, pero (...) gente de esa talla (...) a la inmensa mayoría de la gente le da completamente igual”. ¿Habrá quien las perciba –sin haberlas visto, claro– como comedias oficiales del régimen? A lo popular le ha pesado siempre ese tópico, pero salvo excepciones –que las hay: sin ir más lejos, el final de El cochecito y el de Los jueves, milagro están completamente alterados– estas películas supieron sortear la censura, colar la crítica a través de la risa amarga y fría –porque uno siente que en el fondo se está riendo de sí mismo– y llenar las salas, algo que muchos directores políticamente comprometidos no alcanzaban a conseguir.
Tan sólo fijándonos en los créditos de estas y otras cintas españolas fechadas entre los años 50 y la primera mitad de los 60, encontramos nombres italianos de directores, guionistas y actores pululando; y si uno atiende a los argumentos de películas italianas coetáneas e igual de negras como Divorcio a la italiana (Germi, 1961), Rufufú (Monicelli, 1958) o Los inútiles (Fellini, 1953) le parecerá estar asistiendo a un déjà vu. ¿Son mediterráneos nuestros problemas o es mediterránea la mirada? Lo que es seguro es que cineastas de aquí y de allá utilizaron los mismos remedios para idénticas heridas. O, como decía Zavattini (uno de los padres del neorrealismo, poca cosa): “nosotros podríamos ser ellos y ellos, nosotros”. Pues bien, en Luces de varietés Manuela Partearroyo se ha empeñado en mostrarnos los puentes entre el cine italiano y el español en torno a un concepto y a un responsable: el grotesco necesario y Valle-Inclán, a quien me refería, no en vano, al comienzo de este artículo. Asegura Partearroyo que el diagnóstico nacional del autor gallego es válido no sólo para España, sino también para Italia, y se apoya en “un secreto a voces entre ensayistas y críticos” que descubrió mientras estudiaba en La Sapienza de Roma: a un joven Fellini le acusaron (con bastante acierto) de plagiar Flor de santidad, de Valle-Inclán, por
El milagro (1948), un mediometraje de Rossellini en el que Fellini trabajó de ayudante de dirección, guionista y actor.
Con ese punto de partida (“un antes y un después en la cinematografía neorrealista”), la autora (que es filóloga y doctora en Estudios Literarios) avanza y retrocede en el tiempo por un recorrido concurrido de nombres, fechas y datos, pero también asequible y apasionante que atraviesa, al menos, 28 películas enmarcadas en el más allá del neorrealismo y en el grotesco necesario, alumbrándonos con el relato de la estancia de Valle-Inclán en Roma como director de la Academia Española de Bellas Artes (1933-1935), su amistad con Anton Giulio Bragaglia y su legado: traducciones de sus obras al italiano y una reposición tras otra de Los cuernos de don Friolera, uno de sus esperpentos. Mientras, en España, entre 1951 y 1953 varios de nuestros más destacados realizadores asistieron a la I y II Semana del Cine Italiano del Instituto Italiano de Cultura de Madrid, donde pudieron acceder a películas neorrealistas y de vanguardia prohibidas en las salas de cine.
El grotesco necesario aparece así como un “condimento que se le añade a la realidad para alterar o deformar la visión que de ella tengamos” y que surge primero en Italia y poco después en España, “justo cuando se agota el neorrealismo y antes de que la experimentación acabe por desatar el corsé de las ficciones convencionales”. A finales de los 40, explica Partearroyo, “las secuelas de la guerra siguen vigentes”, pero “esa urgencia del documento presente va quedando atrás y sus creadores más representativos viran tanto temáticamente como estéticamente hacia otros derroteros”. La llamada Ley Andreotti (1949) “censuraba las crudezas en el cine neorrealista” y “favorecía a las grandes casas de producción que comenzaban a preferir los productos comerciales”, lo que llevó a los cineastas a actuar como sus inminentes protagonistas: tenían que encontrar atajos, buscarse la vida. Adoptarán una tonalidad distinta, grotesca, crispada e irónica para “lanzar con sutileza las más irreverentes opiniones” acerca de la sociedad italiana del desarrollismo. El personaje principal va a ser un tipo que, como el Plácido berlanguiano, busca arreglar su asunto, medrar; un hombre corriente “que trata de seguir adelante en este mundo que ha puesto la velocidad de crucero sin avisarle”. Lo pondrá todo patas arriba, dará
Es seguro que cineastas de aquí y de allá usaron los mismos remedios para idénticas heridas