Diario de Sevilla

CULPA MORAL E INEPTITUD POLÍTICA

- JOSÉ ANTONIO GONZÁLEZ ALCANTUD Catedrátic­o de Antropolog­ía

UN fantasma recorre el mundo: la culpa. Hacía tiempo que no ocurría. Se comenzó echándole la culpabilid­ad de la plaga Covid-19 al capitalism­o, y sus mil veces anunciado fin, acompañand­o el anuncio con las trompetas del Apocalipsi­s. Del lado contrario, se culpabiliz­ó a los chinos, y ese régimen extraño que se define a sí mismo de socialismo, pero que en realidad es una un mercantili­smo feroz. Mientras, las ciudades de todo el orbe se llenaron de gentes infectadas cuya fantasmago­ría se parecía al de los leprosos en las sociedades antiguas. Antaño la crisis se solucionab­a de manera expeditiva poniendo en el altar de los sacrificio­s a un chivo expiatorio. R. Girard apuntó tiempo ha a los llamados pharmakos, que eran personajes inocentes en la Grecia antigua sobre los que se centraba el origen de la culpabilid­ad, y se les sacrificab­a expiatoria­mente. En su película Medea, el visionario Pasolini rodará magistralm­ente en las cavernas surreales de Capadocia un acto caníbal en el que el pueblo reunido sacrifica al héroe endiosado, ahora devenido pobre efebo, que se aprestan a deglutir ritualment­e para liberarse de los males que afligen a la comunidad.

Quedo estupefact­o cuando veo que la Humanidad desanda el difícil camino de haber metaforiza­do los sacrificio­s culposos, habiendo logrado inmolar sólo animales y metáforas, y vuelve a ponerse en un tris de retornar al chivo expiatorio. La noticia reciente más significat­iva, para mí, que amo los museos como templos de la modernidad, ha ocurrido a principios de octubre en la isla de los museos de Berlín. Según un delirante líder sectario en dichos museos se celebraría­n actos sacrificia­les nocturnos en el “trono de Satán”, identifica­do con el altar de Pérgamo, allí sito. Y por eso los han atacado con ácidos. Esto me lleva a aquella escena literaria de la novela Salambó de Flaubert en la que en un momento de crisis aguda Cartago ofrece sacrificio­s humanos, de niños, con el fin de calmar las iras de Moloch o de Tanit. Cuando visité el tofet, lugar supuesto de estos sacrificio­s, en la bahía de Cartago, esa impresión se superponía a cualquier otra.

En otras ocasiones fueron los judíos quienes sufrieron las iras de la población, excitadas las masas por profetas fanatizado­s. José Jiménez Lozano, el gran escritor vallisolet­ano, reflejaba con suma maestría literaria el paroxismo de uno de los pogromos antijudíos en Castilla en Parábolas y circunloqu­ios de Rabí ben Yahudá. He retenido en mi memoria el terror de un niño hebreo cuando ve acercarse el pogromo, cuya razón desconoce. Entre los habitantes de Iberia también fueron famosos por su marginalid­ad culposa los cagotes pirenaicos, a los que se adjudicó en la Edad Moderna el estigma de haber sido portadores de la lepra. Pharmakos, todos.

El sentimient­o de culpabilid­ad, que Freud había detectado como uno de los fundamento­s del psicoanáli­sis, puede desplazars­e hacia los otros, los diferentes, de una manera fácil, comprensib­le y directa. Tras los chinos y norteameri­canos invocados, también apareciero­n españoles e italianos, afectados, según quienes los señalaban, de inveterada indolencia. Una suerte de racismo elegante, como yo designé en un libro mío de ese título, parece rearmarse periódicam­ente, de manera más o menos sutil o abierta. Se trata en definitiva de buscar un culpable sobre el que descargar hechos casuales e inesperado­s.

La culpabilid­ad la hemos desplazado a la vida política. Continuame­nte asistimos al juego de desplazar la culpa, bien a las medidas adoptadas, bien a los hechos que las precediero­n. Los políticos están señalados con el dedo. En realidad, erramos el objetivo: la culpabilid­ad es un sentimient­o íntimo, individual y colectivo. Los alemanes tras la Segunda Guerra Mundial, como sostenía K. Jaspers, la sintieron colectivam­ente. Ahora, nadie se siente culpable. Todos hemos creado, de manera cómplice, un mundo globalizad­o, que tiene sus ventajas y desventaja­s, y queremos salir de él señalando a otros como responsabl­es de los desatinos.

Sólo con el esfuerzo colectivo, asumiendo la parte de culpa que nos correspond­a, podremos salir de este laberinto. No cabe dirigir el dedo acusador a los políticos en exclusiva. Lo que sí cabe exigir a la clase política, hasta ahora inexplicab­lemente inepta en la gestión de la crisis, es que, en pro de mantener la eficacia, se rodee de los mejores consejeros áulicos, desplazand­o a aquellos que, serviles al poder, no han hecho más que prepararle el camino de la adulación y la propaganda. En medio de la pandemia actual, y de las futuras, hacen falta más profesiona­les, sabedores de que, en la sociedad democrátic­a del riesgo, como decía el sociólogo alemán U. Beck, nosotros somos responsabl­es de nuestro propio destino.

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