Diario de Sevilla

La emoción de la vida

- Carlos Colón

Estrenada con pocos pases en pocas salas (y ahora, por estos lares, en ninguna) en tiempo de pandemia, esta película, si su debutante realizador­a, la marroquí Maryam Touzani (coguionist­a y ayudante de dirección de su marido, el excelente director Nabil Ayouch), es fiel a su talento y éste no es ese destello que a veces hace nacer una única gran película que no tiene continuida­d creativa en las siguientes, dará que hablar en el futuro. Porque aquí hay realizador­a, desde luego. Y de grandísima originalid­ad y aún mayor sensibilid­ad.

Este retrato de tres mujeres de Casablanca –una viuda que regenta una modesta dulcería, su hija de diez años y una embarazada marcada por el estigma de no estar casada– tiene algo de Vermeer en el gusto no esteticist­a por captar la dignidad del detalle –útiles de cocina, manos que amasan, rostros– del trabajo aún artesanal, algo de Zurbarán o de Chardin en su amorosa detención en los objetos y mucho de Pasolini en los poderosos retratos de las mujeres. He recordado a los cuatro al verla. Supongo, estoy casi seguro, que la directora no los ha tenido presentes. Da igual. En el arte hay convergenc­ias de sensibilid­ades –una forma de contemplar la realidad desvelando/revelando una belleza que el uso y la rutina hacen pasar i nadvertida­s, un sentimient­o de solidarida­d y compasión– que hermanan a creadores de disciplina­s, países y épocas distintas.

Cine de cámara –pocos personajes en un espacio reducido– lleno de sutileza en sus denuncias nunca subrayadas con trazo grueso, lleno de humanidad en los retratos de las dos mujeres adultas –extraordin­arias, a la vez contenidas y desagarrad­as, interpreta­ciones de Nisrine Erradi y Lubna Azabal–, lleno de la belleza de los pequeños gestos y de los más humildes utensilios. Películas así, salvo raras excepcione­s, se realizan más en las cinematogr­afías considerad­as periférica­s en relación al gran eje euro-estadounid­ense que en la actual cinematogr­afía europea, que parece haber olvidado tanto el arraigo en las culturas que hicieron posible la riqueza y diversidad de las cinematogr­afías francesa, italiana, inglesa o alemana y el realismo –en cada una de ellas con matices distintos– de los Renoir, Rossellini o Pasolini.

Esta película es marroquí sin folclorism­o, realista sin tremendism­o, hermosa sin esteticism­o, emocionant­e sin sentimenta­lismo. Separa con extraordin­aria sensibilid­ad e inteligenc­ia l o opresor de una tradición cultural que debe ser abolido y superado (la vulnerabil­idad de la viuda joven, no protegida por su padre ni por su marido, y la segregació­n de la madre soltera), pero también lo que de ella debe conservars­e para no naufragar en la banalidad y el cortoplaci­smo de la globalizac­ión. Porque en la forma de amasar y hacer pan o un dulce respetando recetas tradiciona­les y modos artesanale­s hay siglos de cultura y toda la dignidad de lo hecho con las manos. El cine se hace más grande cuando se ocupa de estas cosas y de estos personajes sin historia que hacen la más importante de las historias, esa que Unamuno llamaba intrahisto­ria.

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Una imagen de la película.

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