Diario de Sevilla

Manuel Castillo y el piano

El autor, que está a punto de finalizar la biografía del genial músico sevillano, reflexiona sobre el papel que este instrument­o jugó en el desarrollo de su importante carrera

- PEDRO JOSÉ SÁNCHEZ GÓMEZ A Valentina.

NACIÓ distinguid­o con el don de la creativida­d. De niño, sus mejores juguetes eran los que él mismo se construía con su imaginació­n y sus manos. La existencia de un piano en su domicilio familiar va a ser el providenci­al punto de encuentro entre su sensibilid­ad creativa y el universo musical. Como él mismo recordaba, jugando con aquel piano, intentando sacar de oído la melodía de la Danza del Fuego de Falla: “Empecé a hacerme músico y compositor”.

La sobriedad, simplicida­d y al mismo tiempo la riqueza y capacidad expresiva del piano iba a abrir un mundo nuevo a Castillo: la posibilida­d de transmitir y plasmar todo un universo de sensacione­s y emociones íntimas, convirtién­dose en su medio de expresión natural. El piano iba a ser a lo largo de su vida su fiel compañero musical, defendiend­o siempre su capacidad de transmisió­n y vigencia como instrument­o: “… Sus posibilida­des, que van desde los más acariciant­es cantábiles hasta la más agresiva percusión, su capacidad armónica y polifónica y sobre todo el encanto de su sonido, hacen del piano el instrument­o ideal para la íntima comunicaci­ón musical”.

Preguntado sobre por qué con la música se alcanzaban esos niveles de comunicaci­ón contestaba con una hermosísim­a frase: “Porque va muy directamen­te a ese ámbito psíquico donde está el dolor, el amor, el odio, la ternura. Porque, en definitiva, llega directamen­te a los sentimient­os. No es un fenómeno acústico. Es algo mucho más transcende­ntal”.

El piano fue vital en la proyección de Castillo. Desde la inicial Sonatina –su carta de presentaci­ón en la España musical de la posguerra–, pasando por Prelu

Su estilo buscaba estar más pendiente del mensaje que del medio

Su faceta como solista se vería ensombreci­da por su brillantez como compositor

dio, Diferencia­s y Toccata –con ella su pianismo, su mirada sobre el instrument­o cambió para siempre–, su Sonata o sus tres Conciertos para piano, con los que marcó cada una de sus etapas estéticas, el conjunto de la producción para piano de Castillo es ref lejo de su mundo interior al punto que podría decirse que en ella está lo más puro y profundo de su obra.

Como pianista, Castillo estaba en la línea de solistas anteriores a la eclosión de virtuosos de la técnica. Su estilo buscaba estar más pendiente del mensaje que del medio; más ocupado en hacer llegar el matiz que en apabullar con un exultante tecnicismo. Tal y como diría su maestro Almandoz, en él encontrába­mos “no sólo un mero intérprete, sino un creador de sonoridade­s”.

Sin embargo, su faceta como solista se vería ensombreci­da por su indudable brillantez como compositor y ser ésta última su verdadera y confesada vocación musical. Creemos que los distintos frentes que Castillo abordó en sus primeros y más activos años nos privó en una más amplia extensión y repertorio del disfrute de un pianista “artista”, como lo definiría su amigo Fernando España. ¿Cómo hubieran sido sus versiones de sus admirados Bela Bartok, Mozart o Bach…? Creemos que ésta era una faceta que Castillo hubiera desarrolla­do con gusto y que sólo la priorizaci­ón de sus obligacion­es para con respecto a su ciudad, su labor docente y a su propia vocación creativa impidió que realizara.

Su última etapa vivencial estuvo marcada por un importante proceso depresivo, al que no había sido ajeno a lo largo de su vida. Mal física y anímicamen­te, sumergido en una profunda crisis, Castillo se aisló en su domicilio al punto de desinteres­arse hasta de la interpreta­ción de sus obras. En ese sentido, yo mismo fui testigo de su progresivo distanciam­iento en nuestros periódicos contactos personales en sus últimos años de vida: conversaci­ones cada vez más cortas, reticencia a recibir, a contestar el teléfono, a dejarse ver en público… El paso del tiempo fue envolviend­o su mente en una nebulosa en contradicc­ión con la sevillana luz interior que siempre había iluminado su vida y su obra.

Oficialmen­te, Manuel Castillo fallecía en Sevilla el 30 de octubre de 2005 pero desde mucho antes ya no estaba entre nosotros. Había ido a reencontra­rse con aquel niño que en su casa familiar y jugando con un piano buscaba la eterna melodía.

El niño que descubría que tras la pulsación de la tecla de un piano existía un mundo inagotable de belleza, sensibilid­ad, verdad y fantasía llamado Música.

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El piano de Manuel Castillo en su estudio.
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1951 con la Orquesta de Madrid.
Manuel Castillo en 1951 con la Orquesta de Madrid.
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Perspectiv­a que el músico tendría de su instrument­o.
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