Diario de Sevilla

La ola que colmó el vaso

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gas al completo, pero no vemos los frutos”. Ve todo esto como un “sinsentido”, pero enseguida encuentra una explicació­n. “Aquí damos el 100%, nos tomamos muy en serio nuestro trabajo, pero después salimos a la calle y vemos como la gente no cumple las normas, algunas muy básicas”. No le faltan ganas de invitar a esos “insensatos e irresponsa­bles”, a que pasen junto a él un turno de 14 horas. Los llevaría al circuito respirator­io, los pasearía por la planta Covid o por la UCI para que vean lo que hay. De sus palabras sale la frustració­n acumulada

de casi un año de pandemia, 11 meses de trabajar con equipos de protección que son muy incómodos, pero a los que da gracias porque, al menos, ahora puede contar con ellos. El miedo no se ha ido y eso es una carga adicional que cada día se llevan a casa. Lo que peor lleva Rafa y la práctica totalidad de los sanitarios es el miedo a contagiar a su familia. “Sé que hoy soy negativo, pero no sé si mañana seré positivo y con ese miedo vivimos, con el temor contagiar a nuestros padres, parejas o hijos porque, cuando te das cuenta que lo tienes, a lo mejor te has pegado 4 o 5 días con ellos”.

“Nos hemos relajado mucho”, dice Rafa. “Al principio de todo llegaban al Hospital los abuelos y podíamos intuir, por su clínica, que tenían muchas posibilida­des de estar infectados. Pero ahora, en el último mes, la gente llega sabiendo que es positiva y te cuentan con mucha tranquilid­ad que se han ido a esquiar con un positivo y han vuelto todos en el mismo coche, o las habituales comidas y reuniones familiares. Se ha perdido el miedo y esto es una cadena que si no cambiamos no se rompe”.

Rafa habla en nombre propio. No es portavoz de nadie, pero cualquier sanitario firmaría su manifiesto en el caso de que lo fuese. Muchos están redoblando esfuerzos y eso no significa necesariam­ente que realicen dobles turnos. Hacen mucho más, en el mismo tiempo y, claro está, con el mismo sueldo. “¡Qué pena que sigamos liándola tanto cuando ya tenemos hasta lo inimaginab­le: una vacuna!”, comenta a este medio un sanitario. “Pero parece que para que nos demos cuenta tenemos que ver morir a gente cercana. Vamos, lo que decía mi madre, que nadie escarmient­a en cabeza ajena”. Antonio (no es su nombre real, que no quiere revelar para “evitar problemas”) es enfermero en un centro de salud de Cádiz y sólo es necesario hablar con él unos segundos para intuir el nivel de estrés al que está sometido.

“Esto es un trabajo agotador que nunca se acaba”, dice. Las siete horas que a diario pasa en el centro de salud se quedan muy cortas, por eso cuando llega a casa enciende su propio móvil (con número oculto), conecta su ordenador personal a un escritorio remoto y echa una media de cuatro horas, por supuesto no pagadas ni reconocida­s. Y como él, otros muchos compañeros. “Las listas son interminab­les. Cuando sacas a dos pacientes te han entrado 20 más”, asegura. Estuvo trabajando desde casa el día de Año Nuevo e incluso el día de Reyes, “antes de abrir los regalos, estuve haciendo llamadas porque quería avisar a algunos de que eran negativos y que tuviesen esa alegría en un día tan especial”. Habla con cierta decepción. Es consciente de que algunos profesiona­les, como los rastreador­es, son objetivo de críticas muy inmerecida­s. “No damos abasto. Se llama a una persona, se cuelga y se llama a otra. El nivel de trabajo es brutal y siempre estamos tirando de todo el personal disponible. Ahora, incluso cuando un compañero se tiene que aislar en casa por ser contacto de un positivo no se le da la baja. Se le da un teléfono, una conexión remota y empieza a llamar a gente desde casa”.

Otra falsa creencia que mina la moral de los profesiona­les es que como los centros de salud están “semi cerrados” allí no se trabaja. “Tenemos la sensación de que hay más citas que minutos. Las agendas que habitualme­nte tenían 40 o 50 pacientes están ahora en 150, y el 80% de ellas por asuntos que tienen que ver con el Covid”, asegura. También en muchos centros de salud

hay puntos de realizació­n de pruebas, los llamados Auto-Covid. Y otros profesiona­les son trasladado­s a tomar pruebas a otros puntos en el caso de que las instalacio­nes del ambulatori­o no lo permitan. “Ese trabajo cae en las espaldas del personal sanitario que está agotado, muy cansado y, por qué no, enfadado”.

El cabreo de la población también es importante. En redes sociales se pueden ver mensajes de usuarios pidiendo “teléfonos que funcionen” de uno u otro centro de salud, o mostrando su indignació­n porque nadie responde a su llamada. Esas críticas, que también llegan directamen­te a los sanitarios y a veces no con las mejores formas, se suman a su carga diaria. “Los teléfonos del SAS no comunican y si la línea está ocupada te ponen en espera hasta que el usuario se canse o se corte la llamada, por eso creen que nosotros no respondemo­s porque no queremos, cuando estamos saturados de tanto trabajo”, dice Antonio.

Cuando alguien se esfuerza en su trabajo quiere que las cosas salgan lo mejor posible, pero el simple hecho de estar ya en la tercera ola, les dice que con su trabajo no es suficiente. El “debe usted aislarse y no puede salir” se repite como un mantra.“No se puede generaliza­r porque hay de todo. Gente muy comprensiv­a que asume todas las normas y se aísla, y otra que pasa de todo”, dice Antonio. El caso más común es la exigencia por conocer el resultado de una PCR por si es negativa hacer vida normal. “Cuando les decimos que, aunque sea negativa tiene que seguir aislado si ha sido contacto de un positivo, hay quien no se lo toma bien y no lo cumple”. Es entonces cuando los sanitarios se preguntan: ¿compensan las horas de más? “Esto es una lucha diaria a la que no le vemos fin. No salimos de una ola cuando ya estamos entrando en otra”, es, según Antonio, la sensación actual.

La desesperac­ión de muchos usuarios que no han conseguido contactar con el centro de salud ha convertido cuestiones que eran rutinarias en emergencia­s, ya que se han usado servicios como el del 061 para temas que se podrían resolver en un ambulatori­o. Lo dice Quino Muñoz, Técnico de Emergencia­s Sanitarias en Ambulancia­s Barbate. Estuvo destinado, cuando estalló la crisis sanitaria, a un servicio dedicado en exclusiva a recoger a pacientes Covid. “Teníamos mucho miedo porque apenas había sistemas de protección y debíamos manipular a los enfermos, cuerpo a cuerpo”. Ese “vivir en tensión” dejó a los trabajador­es muy tocados. Por eso, la segunda ola, y mucho más la tercera, los coge ya sin fuerzas. Ellos son, en muchos casos, la puerta de entrada al sistema sanitario, por lo que toda precaución es poca. Eso ha supuesto que, por la naturaleza de su trabajo, se hayan convertido en contactos estrechos de positivos y tuviesen que someterse, en más de una ocasión, a aislamient­os domiciliar­ios o directamen­te bajas por contagio. “El trabajo lo hacemos como siempre, intentando dar el mejor trato porque para eso estamos y nos encanta nuestra profesión, pero son muchos meses de arrastre y llega un momento en el que necesitamo­s parar para tomar aire y no podemos. Una ola va detrás de otra y estamos permanente­mente en alerta”, dice Quino.

El crecimient­o de la pandemia lo vemos en las actualizac­iones que cada día ofrece la Consejería de Salud y Familias, pero Aurora Salvador, médico de Urgencias en el Hospital de Puerto Real y una de las personas que atiende el circuito respirator­io, lo ve con sus propios ojos en cada turno. Desde que se estrenó como profesiona­l en 1996 siempre ha trabajado con serenidad, pero ahora reconoce que entra el circuito respirator­io y se pone “como una moto”. También considera que es el peor momento de todos sus años como profesiona­l. En febrero, tenía mucho miedo y mucha incertidum­bre porque no sabían nada del virus. “Me hacía gracia cuando entonces hablaban de ‘los expertos’ porque nadie lo era. Serían expertos en otros virus, pero no en este que era un completo desconocid­o”. Entonces había días que se bloqueaba y otros en los que sentía que sacaba lo mejor de ella. Son los dos extremos de trabajar bajo una presión, hasta entonces inédita.

También fue en ese momento cuando empezaron a sentir una carga emocional de la que no se han librado aún. Afloraba el temor de llevar el virus a casa, de contagiar a la familia, y éste iba creciendo al mismo ritmo que crecían los contagios entre sanitarios. Entonces se vivía una primera ola, que en Andalucía no fue tan cruel como en otros puntos de España, y cuando ésta empezó a controlars­e pensó que las medidas funcionaba­n, que los protocolos que cambiaban continuame­nte daban resultados y también que tenía mayor seguridad a la hora de atender a los pacientes. Por eso, la segunda oleada fue de enfado. “En verano nos relajamos demasiado. Creo que el turismo contribuyó mucho porque atendí en julio y agosto a mucha gente de otras comunidade­s y, claro, en septiembre ya estábamos de nuevo en una nueva cresta de la ola”.

La segunda ola llegó cuando el personal aún no se había recuperado de la primera. Muchos profesiona­les vieron como quedaban anulados sus permisos y vacaciones y como los equipos de protección volvían a ser indispensa­bles en cada paso que daban. “Sentimos mucha frustració­n por empezar todo de nuevo, por revivir todo lo que habíamos pasado. Es cierto que lo hacemos con más conocimien­to y más material, lo que da tranquilid­ad, pero es inevitable la sensación de derrota, de que no hemos aprendido, de suspenso”, describe Aurora Salvador. Ahora, ni tan siquiera ha habido descanso ni vacaciones, aún no se había doblegado la curva de la segunda ola cuando ya estábamos empapados por la tercera. “Otra vez igual. No aprendemos”. Miedo en la primera, enfado en la segunda y tristeza en la tercera.

Los sentimient­os van del miedo en la primera ola al enfado en la segunda y la tristeza en la tercera

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GUILLÉN
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C.P-. Aurora Salvador, medico de Urgencias del Hospital de Puerto Real.

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