Diario de Sevilla

RINCONETES

- JUAN RUESGA NAVARRO

EN plena pandemia los españoles seguimos siendo hijos y nietos de los pícaros de los siglos XVI y XVII. La prensa diaria de vez en cuando cuenta casos, algunos anecdótico­s y otros menos, algunos de sonrisa y otros de reproche y los hay que muestran abuso de poder. Las medidas para limitar la movilidad, toques de queda y el orden de las vacunas señalan numerosos casos que a veces nos hacen esbozar una sonrisa y otras veces muestran mezquindad y negligenci­a. Como aquel que paseaba un perro de peluche o los que alquilaban o prestaban las mascotas para tener derecho a un garbeo. Uno de mis preferidos es el de la barra de pan. Durante la cuarentena, un vecino salía todos los días a la misma hora a comprar el pan. Pero ya llevaba la barra debajo del brazo desde casa, para poder darse un paseíto. Hasta que lo pillaron. Me recuerda el chiste del que pasaba todos los días la aduana con una carretilla vacía, hasta que se dieron cuenta de que el alijo eran las propias carretilla­s. En la prensa de Galicia cuentan el caso de un señor de muy, muy avanzada edad, que pillaron fuera del toque de queda y que alegó que iba a ver a la novia. Y el guardia no sabía si darle un premio o ponerle una multa, que al final le cayó.

Hacen mucha menos gracia y deberían tener consecuenc­ias graves e inmediatas los casos de abuso de personas con responsabi­lidades públicas en hospitales o con autoridad en ayuntamien­tos o gobiernos autonómico­s. La alcaldesa de un pueblo murciano se ha vacunado el pasado día 14 con un informe que la autoriza firmado el día 20, por un cargo de Salud que coincide que es su pareja. No es más que uno de los muchos casos de los que nos vamos enterando, pero reconocerá­n que, si es así, no es ni ético ni estético. Todo esto no hace nada más que entorpecer el ritmo de las vacunas, que debería acelerarse, pero con garantías de que no se producen abusos. No hablamos de saltarse la cola del pan o de la caja del supermerca­do, más se parece a los que se la saltaban para ocupar un sitio en los botes salvavidas del Titanic.

Sigue entre nosotros la España que Ángel González Palencia describe en su obra La España del Siglo de Oro: “... es producto del orgullo nacional, en una clase de gentes no habituadas al trabajo, y que viven de ciertos servicios, y no se avergüenza­n de comer la sopa de los conventos. Literariam­ente es el pícaro, hombre que, sin ser verdaderam­ente criminal, pertenece al hampa; tiene pocos o ningunos escrúpulos, particular­mente en proporcion­arse medios de mantenimie­nto; es humano, buen creyente, aunque pecador; no está habituado en modo alguno al trabajo regular y constante, sino que es perezoso y holgazán; su ocupación normal es la de servir a otro; hurta, pero no roba, es astuto, ingenioso e imprevisor y simpático”. Los tiempos pasan, pero los pícaros nos siguen rodeando. De diversas formas y maneras, siempre pensando cómo conseguir la sopa boba. Ya no son los simpáticos Rinconete y Cortadillo. Ahora han crecido y son muchos los Rincones y Cortados.

En plena pandemia los españoles seguimos siendo hijos y nietos de los pícaros del siglo XVI

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