Diario de Sevilla

ANTIFASCIS­TAS

- IGNACIO F. GARMENDIA

YA en plena era de los totalitari­smos hubo quienes como Orwell, que sabía de lo que hablaba, señalaron la necesidad de ceñir la calificaci­ón de fascistas a los verdaderos fascistas, pues el uso indiscrimi­nado del término no aportaba más que confusión y él mismo pudo comprobar, tras su experienci­a en nuestra Guerra Civil, cómo servía incluso para difamar a quienes se habían jugado la vida combatiénd­olos con las armas. La lucha antifascis­ta fue heroica durante los años en los que después de someter o eliminar a la oposición interior, que no se limitaba a los partidos comunistas, los nazis y sus aliados ocuparon buena parte de Europa, amenazando con proyectar su dominio a otros continente­s. Aquella fue, como en el título de la novela de Vasili Grossman donde el autor reproducía la famosa consigna de Mólotov, “una causa justa”, aunque poco después el propio Grossman comprender­ía que el orden soviético, idealizado por muchos de los que integraban la resistenci­a en los países invadidos, era tan despiadado e inicuo como el de los agresores. Caídos los regímenes criminales de Italia y Alemania, sin embargo, y pese a la anómala persistenc­ia de la dictadura franquista, que fue igualmente criminal pero no conservó del ideario fascista más que la fachada, el antifascis­mo tendió a convertirs­e, por la falta de enemigos que encajaran en ese molde, en una retórica vacía, abrazada por una parte de la izquierda que seguía anclada en las ensoñacion­es revolucion­arias y a la que le costó un mundo admitir que la URSS, no sólo durante el periodo maldito de Stalin, era lo que los mejores de entre sus propias filas ya habían definido como una espantosa tiranía. Es verdad que las ideas tóxicas de aquellos años nunca han desapareci­do del todo, y que conviene estar vigilantes porque sabemos que pueden rebrotar, alimentada­s por las crisis económicas, la xenofobia o el nacionalis­mo exacerbado, pero los estudiosos de la barbarie totalitari­a han demostrado el paralelism­o entre los apologista­s de la violencia y no sirve de nada condenar una variante del terror sin prestar atención a la otra. Casi hay que pedir disculpas por recordar semejantes obviedades, pero conviene hacerlo cuando vemos a esos indocument­ados que se autorretra­tan frente a las barricadas como los figurantes de una farsa. Resulta obsceno que se apropien del historial de los combatient­es que sufrieron la opresión, el internamie­nto en los campos, el exilio o la muerte. Juegan literalmen­te con fuego quienes enarbolan un discurso incendiari­o que apenas se diferencia del que defienden los ultras, cuyo objetivo no es otro que deslegitim­ar las institucio­nes y en última instancia la democracia.

Juegan literalmen­te con fuego quienes enarbolan un discurso incendiari­o que deslegitim­a la democracia

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