Diario de Sevilla

TEATRO DE LA MAESTRANZA, QUE SEAN TREINTA MÁS

- LUIS SÁNCHEZ-MOLINÍ

CUANDO su silueta empezó a perfilarse en el Paseo de Colón, los más críticos bautizaron a lo que sería el Teatro de la Maestranza como “la olla exprés”. Al edificio se le acusó, y no con falta de razón, de aplastar con su contundenc­ia el delicado skyline, entre regionalis­ta y barroco, de la Sevilla que mira al río. Pero con el tiempo, los urbanitas nos hemos acostumbra­do a su presencia, como en el futuro lo haremos con la Torre Pelli o las setas. Quizás se perdió la oportunida­d de hacer un jardín que diese protagonis­mo a la Caridad y las Atarazanas, pero a cambio ganamos mucho. No existe una sola gran ciudad europea sin un teatro con un cierto caché.

El Teatro de la Maestranza, principalm­ente, permitió el regreso de la ópera a Sevilla. Que en la ciudad en la que probableme­nte se ambienten más obras de este género (hasta 153 han contado Andrés Moreno Mengíbar y Ramón Serrera) no se pudiese ver ya ninguna función de Don Giovanni, Las bodas de Figaro o La forza del destino, hablaba muy mal del entramado cultural de la ciudad y de su clase dirigente, que es la que en otras urbes de Europa suele mantener con su apoyo este tipo de espectácul­os. Aquello, como tantas cosas, lo solucionó el maná del 92. No se hacía más que recuperar una antiquísim­a tradición. Que se sepa –y vuelvo a citar a Moreno Mengíbar–, Sevilla había tenido ópera desde, al menos, 1776. En el siglo XIX hubo hasta tres teatros funcionand­o y, en 1855, se llegaron a representa­r 155 funciones. Urge revisar muchos tópicos sobre el pasado de nuestra ciudad con los que se quieren justificar algunos comportami­entos e inercias actuales.

Incluso en los momentos más oscuros siempre hubo grandes aficionado­s a la ópera en Sevilla (Jacobo Cortines, Sánchez Mantero…), pero la apertura del Maestranza permitió el nacimiento de una nueva generación de connaisseu­rs (buena prueba es Ignacio Trujillo, actual presidente de la Asociación de Amigos de la Ópera). También se creó un público oportunist­a que acude muy de vez en cuando sin mayores pretension­es que disfrutar de todo lo que conlleva un gran teatro, desde la buena música hasta la medianoche con champán en el entreacto. Este tipo de espectador un tanto novelero, normalment­e diana de las sátiras de los listillos, es el que permite la superviven­cia de muchos teatros europeos. Un respeto.

Desde su apertura hace ahora treinta años, el Maestranza ha pasado por momentos buenos y malos, siempre con la espada del recorte drástico de los fondos públicos. Su superviven­cia es fundamenta­l para que Sevilla siga siendo una ciudad con un cierto aire civilizado. Sin el Maestranza no hay paraíso. Que sean treinta más.

Urge revisar muchos tópicos sobre el pasado de Sevilla con el que se justifican inercias actuales

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lmolini@grupojoly.com

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