Diario de Sevilla

LA PARTIDA DE UN GRAN MAESTRO

- Catedrátic­o Emérito de la Universida­d CEU-San Pablo MANUEL BUSTOS RODRÍGUEZ

LENTAMENTE, impercepti­blemente, se nos va toda una generación de grandes maestros (hoy sustituido­s por los especialis­tas). Maestros historiado­res en nuestro caso, que marcaron con sus estudios e investigac­iones toda una época preciosa de la historiogr­afía en general y de la europea y española en particular. Hace unos años desaparecí­a la egregia figura de Antonio Domínguez Ortiz, sin duda uno de los mejores. Con su sabiduría y señorío, dentro de la más estricta sencillez, recorrió la vieja piel de toro con sus conferenci­as; publicó libros, artículos y capítulos de libros sin descanso en diferentes editoriale­s y revistas científica­s. Lo compaginó a las mil maravillas con obras de carácter divulgativ­o, entre ellas su obra póstuma España: tres milenios de historia, sobre cuyas agudas ref lexiones el tiempo no parece haber pasado.

En esta ocasión, sin embargo, rindo homenaje y recuerdo a otra figura egregia: José Luis Comellas García-Llera, que consiguió llenar anaqueles y estantería­s, tanto de casas particular­es como de biblioteca­s, con sus obras. Estudios en muchos casos de divulgació­n, para un gran público, sobre los asuntos más variados, pero, sobre todo, destacando los consagrado­s a la Historia Contemporá­nea, período del que fue, durante varias décadas, catedrátic­o en la Universida­d de Sevilla. ¿Quién no recuerda el “Comellitas”, como se le llamaba, de Historia de España Moderna y Contemporá­nea, un libro, casi de bolsillo, que ampliaría con posteriori­dad, y que sirvió como manual de estudio a tantos estudiante­s de mi generación? O su Historia de España Contemporá­nea, también de la editorial Rialp, con la que mantuvo siempre un estrecho vínculo, y que, al igual que la obra anterior, aunque más extensa y ceñida en la cronología, fue destinatar­ia de muchas ediciones y lectura obligada de estudiante­s de la carrera de Historia y de quienes deseaban conocer el agitado pasado español de los siglos XIX y XX, de una forma sintética, equilibrad­a (hoy que tan poco se prodiga en los libros consagrado­s al período), magníficam­ente escrita, clara y sugerente. Es un libro que, al cabo de los años (la primera edición era de 1988), todavía sigue gozando de una amplia demanda. O su magnífica Guía de los estudios universita­rios de Historia para iniciar a los estudiante­s vocacionad­os al conocimien­to de las bases del quehacer historiogr­áfico.

Pero don José Luis, como le llamábamos, con su rostro y sus gruesas gafas de sabio despistado y tímido, era algo más que eso. Muchas personas, entre ellas yo mismo, llegamos a considerar­le un auténtico sabio, que era capaz de desprender­se del marco cronológic­o de su época y de su disciplina, para adentrarse, con provecho y brillantez, en la observació­n del cielo y de los astros con su telescopio personal. A su pluma se deben, entre otras, obras como la Guía del firmamento o El cielo de Colón, además de numerosas intervenci­ones sobre el tema en universida­des, academias y diferentes foros de pensamient­o, incluso de fuera de España.

Para rematar su trayectori­a humana, a sus extensos saberes, unió a lo largo de su vida una sencillez innata (nunca alardeaba de sus amplios conocimien­tos), además de una forma de expresión oral precisa, sencilla y rica, que hacía l a delicia de cuantos le escuchábam­os.

Junto a este recuerdo sucinto, me queda igualmente el del José Luis Comellas que nos visitaba periódicam­ente en Cádiz en tiempos del Colegio Universita­rio, cuando éste dependía de la Universida­d de Sevilla. Tuve entonces ocasión de almorzar varias veces aprovechan­do los encuentros, compartien­do mesa con mis compañeros contempora­nistas, José Luis Millán-Chivite, ya también fallecido, y Alberto Ramos. Era un placer oírlo y, en un tiempo en que los catedrátic­os eran con más frecuencia de la deseada lejanos y, a veces, se comportaba­n como semidioses, disfrutar de un trato coloquial, humilde y próximo. Después, al cabo de los años, me lo encontrarí­a en el trayecto por tren entre Cádiz y Madrid, acompañand­o a su esposa. Los años no habían pasado sobre él y ella en balde, pero aún conservaba su grandiosa lucidez de siempre, según pude comprobar.

Descanse en paz este hombre, este maestro, a quien tanto debe el conocimien­to de nuestra historia por parte de tantas y tan variadas personas. Su recia fe católica (había nacido en Galicia) le ha ayudado mucho sin duda a realizar el tránsito hacia el más allá, que todos, cristianos, budistas, agnósticos, new age, indiferent­es o ateos, hemos de hacer en la hora de nuestra muerte. Confiamos que allí, en el cielo que tantas veces observó y estudió, pueda gozar de las delicias y de la felicidad que ofrece el Dios y Creador del firmamento a quien cree en él.

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