El lugar de los excluidos
“Yo no soy una Magdalena penitente”, afirma Thymian, aunque arrastre dolores antiguos y condescienda a fantasear con una vida distinta. No se arrepiente porque no ha tenido opción que no pasara por el sometimiento, y porque a su alrededor las mujeres, tanto las que trafican abiertamente con su cuerpo como las que lo entregan por razones de conveniencia, están uncidas a un mismo yugo que las comprende a todas, explotadas o indefensas ante los requerimientos de una dominación implacable. Las jóvenes burladas, las madres ilegítimas, las esposas despreciadas, las favoritas o mantenidas, la padecen de distintos modos, pues el terrible código de honor que restringe su libertad, esa turbia “atmósfera creada por el temor a Dios, el rigor moral y la abstinencia”, no se aplica a los varones. La perplejidad inicial de la muchacha se transforma en autoconciencia, fruto de un aprendizaje –también el estilo cambia, de las frases hilvanadas a una prosa más elaborada– que pasa por asumir el lugar de los excluidos. Muy crítica con el papel de la religión y de sus ministros, o con la falsa caridad de las “honorables damas”, Böhme imprime a su discurso, desde luego feminista, también un sentido político, de modo que su solidaridad con “los rechazados para el mundo burgués” va más allá del género para abarcar la clase. Los miserables, los compañeros en la desgracia, no son sólo los habitantes del arroyo. En los restaurantes, en las elegantes estancias, compartiendo en apariencia la buena vida de sus amantes, las mujeres perdidas no dejarán nunca de ser parias.