El traje como metáfora
Fabre defiende la libertad de amar sin necesidad de etiquetas de sexo o de género
Crítica de Teatro/Danza
THE FLUID FORCE OF LOVE
★★★ ★★
Jan Fabre/Troubleyn. Texto, dirección, coreografía, escenografía vestuario: Jan Fabre. Música: Hao Wu. Intérpretes: Sylvia Camarda, Annabelle Chambon, Cédric Charron, Conor Doherty, Stella Höttler, Ivana Jozic, Pietro Quadrino, Matteo Sedda, Irene Urciuoli. Dramaturgia y asistencia artística: Miet Martens. Iluminación: Wout Janssens. Lugar: Teatro Central. Fecha: Domingo, 9 de mayo. Aforo: El permitido.
Debido a la pandemia y al cierre de los teatros europeos, Sevilla ha acogido este fin de semana el estreno absoluto de la última pieza del creador belga Jan Fabre, The fluid force of love, con las entradas agotadas desde el día en que salieron a la venta.
En el escenario vemos doce pupitres y nueve intérpretes vestidos con traje y corbata que nos remiten a la escuela, el instituto o incluso la universidad. No cabe duda de que estamos ante el primer estamento de domesticación de los seres humanos. Una uniformización contra la que Fabre levanta su voz. Y lo hace también contra el imperio de la moda, los medios de comunicación y, sobre todo, contra una sociedad hipócrita que necesita juzgar y poner etiquetas a todo lo que ve. Que nos obliga a salir de los armarios que nos cobijan para dejarnos completamente a la intemperie.
¿No es suficiente con que seamos seres humanos?, se pregunta el belga, al tiempo que reivindica el derecho a amar y desear a quien queramos y nos parezca digno de deseo.
Algo encomiable. Y más que oportuno en estos momentos en que los calificativos y lo políticamente correcto nos tienen verdaderamente desconcertados.
Pero esas consignas, esa llamada a vivir en libertad cualquier tipo de género o de sexualidad nos llega a través de las palabras. En escena, unos magníficos actores y bailarines hablan, bailan alrededor y encima de las mesas y gesticulan sin cesar; dicen ser los terremotos del género, pero no logran mover ni un solo pupitre; dicen que la belleza no puede ser encerrada, pero ellos lo están en esa estructura escolar.
Con una dramaturgia bastante pobre, la única acción realmente teatral es la de la metafórica y constante transformación del vestuario –trajes, corbatas, sujetadores, calzoncillos…–, liberándose de cualquier significación ligada al género. Así, hasta llegar a esa danza final espasmódica que siempre funciona, se va repitiendo más o menos la misma secuencia: texto, danza individual mientras el grupo transforma su aspecto e ilustración gestual y coral de la idea.
Tal vez sea que el genio Fabre nos tiene mal acostumbrados, pero echamos de menos esa fantasía escénica suya, esa capacidad de “ensuciar” el escenario para limpiarlo y empezar de nuevo con una nueva pureza. Porque los actores –dice– son sustitutos de Dios.
Con todo, el público salió entusiasmado y nosotros seguimos preguntándonos: ¿nadie nos va a explicar por qué el Central sigue con un 50% de aforo cuando otros teatros, antes del fin del estado de alarma, estaban ya al 75%? ¿Es que el sector cultural no está sufriendo tanto como el de los bares y las discotecas?