Impostura autorial enfática
De González Iñárritu solo me resultó interesante y creativa, hace ya 22 años, Amores perros. Todo lo que he visto de él desde entonces lo he encontrado pretencioso, hueco y cargante – 21 gramos, Babel, Biutiful- o fallido pese a contener apuntes o momentos interesantes – El renacido y, sobre todo, Birdman–.
Bardo entra en la primera categoría pretenciosa, hueca y cargante. Supongo que volcando sensaciones y experiencias personales –en 22 años de carrera solo ha dirigido un largometraje en su país– su protagonista es un periodista y documentalista que regresa a México tras haber triunfado en Los Ángeles. El reencuentro con su país, sus antiguos amigos, sus actuales colegas, consigo mismo a través de sus recuerdos e incluso con la historia de México no es fácil. Como si surfeara entre grandes discursos autobiográficos de maestros como Fellini (Ocho y medio, Cuaderno de notas de un director, La entrevista) –que tiene un gran peso en esta película como inocente e involuntario inspirador y precedente– o Kurosawa ( Los sueños de Akira Kurosawa) en los que vida y obra, realidad y sueños, se funden, y a ellos se les añadieran cachitos del Magical Mister y Tour o el Yellow Submarine de los Beatles, La danza de la realidad de Jodorowski, All That Jazz de Fosse y cuantas fuentes digamos raras a usted se le puedan ocurrir, incluidas lo que me parecieron citas explícitas de El árbol de la vida de Malick, Iñárritu se lanza a un ejercicio confesional y supuestamente autocrítico sobre sí mismo, su pasado y el momento presente del México de los desaparecidos, los narcos y la falta de pulso político transformador (sin olvidar algún episodio de su pasado desde Hernán Cortés a las guerras con los Estados Unidos) a través de una suma de set pieces o peliculitas dentro de la película resueltas con los más variados estilos y enfoques, primando lo surreal, lo onírico y lo (involuntariamente) esperpéntico.
Unas piezas están más logradas, otras menos, y algunas, la mayoría, ciertamente fracasadas por su mezcla entre lo pretencioso y lo burdo (parece como si a veces diera codazos cómplices del tipo ¿lo has cogido?). Todo hinchado por una dirección fotográfica y un montaje obsesionados por la gran retórica visual tanto en el uso de objetivos y angulaciones, movimientos de cámara, uso de la profundidad de campo, gran angular o planos secuencia. Y generosamente sazonado con las especies que los efectos digitales permiten. Impostura autorial enfática, algo ya presente en casi toda su filmografía, es lo que mejor la define.
Iñárritu se lanza a un ejercicio confesional y en apariencia autocrítico sobre sí mismo