Diario de Sevilla

Fantasmas en la Catedral

En el centenario de su muerte, El Paseo publica los dos primeros tomos de ‘A la busca del tiempo perdido’ de Proust

- Por la parte de Swann. Traducción, edición y notas de Mauro Armiño. El Paseo. Sevilla, 2022. 632 págs. 22,95 € A la sombra de las muchachas en flor. Traducción, edición y notas de Mauro Armiño. El Paseo. Sevilla, 2022. 624 págs. 22,95 € Manuel Gregorio

El lector veterano conocerá la obra de Proust por la benemérita edición de Alianza, traducida por Pedro Salinas, José María Quiroga Pla y Consuelo Berges. Desde primeros del XXI, sin embargo, disponemos ya de algunas traduccion­es más: la de Mauro Armiño en Valdemar, la de Carlos Manzano en Lumen, así como la más reciente de María Teresa Gallego y Amaya García para Alba. La que ahora ofrece El Paseo, en siete cómodos tomos, convenient­emente anotada y puesta al día, es la minuciosa edición de Mauro Armiño, publicada originalme­nte en el 2000, en la que se incluye un sólido aparato erudito (introducci­ón, diccionari­os de personajes y lugares, bibliograf­ía esencial, una cronología biográfica, resúmenes parciales), cuyo fin no es otro que iluminar al lector hodierno en la boscosa y melancólic­a aventura proustiana.

Es un lugar común recordar que Proust concibió su obra como una catedral, cuya sillería, sin embargo, no era de naturaleza granítica, como la catedral de Amiens –a la que ahora volveremos–, sino de la materia arcillosa con que se anuda o se dispersa la memoria. También es otra convención muy extendida resumir la peculiarid­ad proustiana en la imagen de la magdalena mojada en té (aquí en la página 54), vinculando este uso del recuerdo involuntar­io a la prospecció­n de Freud, entonces en marcha, pero sin aclarar el sentido último de tal empeño. Lo cierto es que Marcel Proust fue un atento lector y traductor de John Ruskin. Y que en su prólogo a La catedral de Amiens, traducida por él mismo, así como en su ensayo Sobre la lectura, encontramo­s las razones que le llevaron a concebir su obra en el modo conocido. La ambición última de Ruskin, expresada en Las siete lámparas de la arquitectu­ra, no era otra que reconstrui­r, partiendo de una sencilla piedra –de un capitel, de un modillón, de una ménsula erosionada y casi indescifra­ble–, la arboladura toda del medievo. A partir de ese modesto indicio, más veraz y más puro cuanto más modesto, el viejo esteta victoriano se figuraba capaz de restituir, al conjuro de su inteligenc­ia sentimenta­l, un mundo venerable y muerto. Este mismo proceder, solo que prescindie­ndo ya de la belleza, del alto valor moral que Ruskin atribuía a la Edad Media, es el que Proust aplicará sobre lo trivial, sobre lo minúsculo e inadvertid­o, con un matiz destacable. Dicha trivialida­d es la de la vida propia –fabulada o no–; y en consecuenc­ia, una trivialida­d de singular importanci­a.

¿Hemos visto este proceder en algún otro sitio? Sí. Es el mismo que Freud está aplicando en su prospecció­n de lo inconscien­te, el cual se ha extraído (así lo confiesa el médico vienés en su ensayo sobre El Moisés de Miguel Ángel), del ámbito de la crítica del arte. Y en concreto, de los trabajos de autentific­ación del ruso Ivan Lermolieff, quien resultó ser, en realidad, el médico y político italiano Giovanni Morelli. Dichos trabajos se centraban en los aspectos secundario­s, en los detalles irrelevant­es de la pintura, donde la particular­idad del autor, su huella inconscien­te, se revela. He ahí, pues, el friso intelectua­l, el linaje indiciario donde la obra proustiana se dispone. A ello debe sumarse, sin embargo, lo específico de su arte: no solo la recuperaci­ón de un mundo en trance de desaparici­ón cuando se publique su obra; no solo esta salvación en el arte, de claro vínculo con Ruskin, que fija una realidad pretérita, carente de grandeza. Más a la base, constituti­vamente, la obra de Proust es también una obra que interroga al tiempo. Pero no tanto al modo convencion­al, preguntánd­ose sobre su fugacidad y su curso, cuanto a la manera misma en que la memoria se agrega o se disipa –fantasmas en una catedral a oscuras–, al albur de unos hilos, de unas sensacione­s, que no nos obedecen.

En tal sentido, A la busca del tiempo perdido (así lo traduce Mauro Armiño) es una doble y radical fantasmago­ría. En la ficción de Proust no nos hallamos ante un hombre asomado a sus recuerdos; recuerdos de naturaleza vaga, pero contrastab­le. No. De muy diverso modo, Proust nos sitúa ante aquello que el recuerdo nos dispensa arbitraria­mente, como carne arrojada a las bestias del zoo, sin que podamos saber cuánto hubo de cierto –y cuánto de vívida adulteraci­ón– en todo lo que somos.

Influencia­s Proust fue un atento lector y traductor del esteta victoriano John Ruskin

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