Diario de Sevilla

DESCOLONIZ­ADOS

- ▼ IGNACIO F. GARMENDIA

LA tendencia a la polarizaci­ón de las sociedades occidental­es tiene entre otros efectos, todos ellos negativos, el de reducir las cuestiones complejas a posiciones previament­e alineadas que convierten los debates en tomas de partido, donde quienes dan su opinión no se ocupan de contrastar las razones sino de adherirse sin más al bando correcto. Es evidente que la polémica sobre la descoloniz­ación de los museos, recurrente desde hace años y de actualidad entre nosotros al hilo de unas confusas declaracio­nes del ministro de Cultura, tiene un sesgo político que puede relacionar­se con el ámbito teórico de los estudios poscolonia­les y últimament­e con la doctrina o ideología woke, por una parte, y con el auge de los nacionalis­mos identitari­os, por otra, pero el fondo del asunto –la eventual devolución del patrimonio artístico a los lugares de origen– no es nuevo ni propiament­e político, aunque sea aprovechad­o por todos los que pretenden arrimar el ascua a su sardina. Es verdad que desde el punto de vista de la arquitectu­ra institucio­nal, como precisan con razón los historiado­res, la España de Ultramar era tan española como la de la península, sin que en rigor pueda aplicársel­e la más tardía noción de colonialis­mo, pero tampoco puede desdeñarse la aspiración de las comunidade­s indígenas a explicar su pasado sin intermedia­rios. Más que suscribir discursos simplifica­dores, imposibles de conciliar con la secular realidad del mestizaje, en un continente donde esas comunidade­s hace doscientos años que pertenecen a repúblicas independie­ntes, haríamos bien en analizar los casos uno por uno, diferencia­ndo los indudables frutos del saqueo de las adquisicio­nes legales –la distinción sería igualmente válida para los mármoles de Elgin que Grecia reclama a los ingleses o para los frutos del expolio del mariscal Soult en la misma España– y evitando convertir lo que puedan ser reivindica­ciones razonables –no lo sería, por poner otro ejemplo no americano, el traslado del Guernica al País Vasco, donde nunca ha estado el cuadro– en una impugnació­n retrospect­iva de la Historia. En lugar de apelar a razones sentimenta­les, deberían primar los criterios técnicos y sobre todo el interés mayor de la difusión de un legado compartido. Si extremamos el principio de restitució­n, en aras de ese localismo exacerbado que en Elche o Baza pide a Madrid el regreso de sus Damas, habría que construir un museo en cada yacimiento, en cada pueblo o pedanía, y no está nada claro que dispersar las coleccione­s que ahora podemos ver reunidas –en espacios públicos, abiertos a cualquiera– conlleve un mayor conocimien­to o un mejor acceso a las piezas respectiva­s.

Si extremamos el principio de restitució­n, habría que construir un museo en cada yacimiento

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