Diario de Sevilla

LOS REGRESADOS

- CÉSAR ROMERO Escritor

REGRESADOS. Con erre. No egresados, ese americanis­mo que el mundo universita­rio, tan propenso a novelerías, va imponiendo en vez de los clásicos licenciado y graduado. Con la literatura que tiene la palabra licenciado, no sólo como titulado superior, sino por su conf luencia con la milicia y su uso y abuso en la América hispana. Y graduado, también. ¿Qué chaval no sueña con alcanzar un graduado al estilo del encogido Dustin Hoffman en la película homónima?

¿Quiénes son los regresados? Pues aquellos que encajarían bajo el sintagma “los que están de vuelta”. Los que ya sabían qué te iba a pasar antes de que pasara; los que cuando tú vas, vuelven; los que ven venir todo, porque, como suelen exclamar tan anchos, lo vieron pasar. Cuando uno era joven pensaba que los regresados estaban entre la gente mayor. Tipos curtidos, muy vividos, experiment­ados. No iban dando lecciones: eran una lección andante. La juventud te hacía creerlos a pies juntillas. Este tío sabe de qué habla. Estabas tan verde, había pasado tan poca agua bajo tu puente que era normal sentirse un pardillo a su vera. Pero, según pasaba el tiempo, ibas encontrand­o regresados cada vez más jóvenes. Hasta algunos de tu quinta, que te hablan como si estuvieras en el cascarón y ellos fueran un mapa de cicatrices bien curadas. Te lo dije. Se veía venir. A este paso, cuando sólo tenga canas que peinar, uno seguirá recibiendo clases magistrale­s de barbilampi­ños que, con mirada altiva y un deje de lejanía en el tono, dirán que ellos ya lo sabían.

Los regresados siempre estuvieron de vuelta. Hablan con una experienci­a casi innata, aquilatada con pasmosa prontitud. No al envejecer. Desde siempre. Su mentor y patrón bien podría ser Arturo Pérez-Reverte, que no habla ahora desde la altura, o hartura, de sus siete décadas de vida, sino que hace unos treinta años que así viene actuando. Con cuarenta y pocos ya era ese señor de vuelta de casi todo. No como tú, que más que doblada la mitad del camino aún no lo tienes calado, y te sigue sorprendie­ndo. El regresado lo tiene trilladísi­mo, archiconoc­ido. Dice haberlas visto de todos los colores. No presume por esto, aunque lo haga: es su mochila, su bagaje. El resto de sus días lo dedica a ratificar lo que descubrió cuando tú todavía pensabas que te la colarían como a un pasmarote. Por eso jamás se la dan. Y mira el mundo con una distancia entre sobrada y displicent­e. Por esa condescend­encia, pese a lo aburrido que debe de ser repetir la misma cantinela desde la alejada primera madurez, el regresado nunca se retira del mundanal ruido, y sigue advirtiend­o a los cándidos que van de ida, y avisando de las piedras con las que esos humanos demasiados humanos tropezarán una y otra vez. Es que no aprenden. Ah, si todos fuéramos unos regresados, qué engrasado rodaría el mundo.

Con cuarenta y pocos, Pérez-Reverte ya era ese señor de vuelta de casi todo

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