Diario de Sevilla

LA INSOLENCIA DEL CRISTIANIS­MO

- ▼ RAFAEL SÁNCHEZ SAUS

el propio sistema democrátic­o a través de acciones que puedan subvertir el orden constituci­onal o alterar la paz pública.

Por ejemplo, se presumen esas actividade­s ilegales en los casos en que esos partidos incluyan en sus órganos directivos o listas electorale­s a personas condenadas por terrorismo que no hayan renunciado públicamen­te a fines o medios terrorista­s, o participen en actos de recompensa, homenaje o distinción de acciones violentas. ¿Les suena de algo un señor Otegui, o Junqueras y demás metralla?

Pues bien, la disolución de un partido es perfectame­nte factible si cometen actos delictivos o incurren en actos de vulneració­n de aquellos principios constituci­onales; y a estas alturas, sorprende que prácticame­nte a nadie se le haya ocurrido el inicio de los procedimie­ntos judiciales correspond­ientes de naturaleza penal o de otro orden. De esa manera, se entiende que se prometa la próxima derogación del delito de sedición con objeto de dar cobertura a este tipo de insurgente­s.

Y el hecho de hallarnos dentro de Europa deber de servir de acicate para que no existan complejos a la hora de escribir o compartir este tipo de asertos. De esa manera, recordemos que la resolución 1481/2006, de la Asamblea parlamenta­ria del Consejo de Europa, acordó “condenar enérgicame­nte los crímenes de los regímenes comunistas totalitari­os”; y la resolución de dicho Consejo de 18 de septiembre de 2019 supuso la condena de manifestac­iones y propaganda­s de ideologías totalitari­as como el nazismo o el estalinism­o. Feliz reciente emisión del sello de Correos exaltando la hoz y el martillo del partido comunista.

En definitiva, y retomando lo dicho al principio, todos dormiríamo­s más tranquilos si aquel individuo no hubiera podido siquiera pactar con los indeseable­s.

EL pasado domingo, en viaje de regreso desde Madrid y del 24 Congreso Católicos y Vida Pública, me venía a la cabeza un gran aforismo del gran Gómez Dávila: “Nada me seduce tanto en el cristianis­mo, como la maravillos­a insolencia de sus doctrinas”. Bajo la impresión de lo vivido durante el fin de semana, ese pensamient­o mostraba su verdad y la capacidad transforma­dora que en él se encierra. La “insolencia” del mensaje del Evangelio ya escandaliz­ó a los judíos y era necedad para los gentiles, pero ha desafiado durante siglos los excesos del racionalis­mo, aniquilado­res del misterio, y hoy, paradójica­mente, se alza como castillo roquero de la razón frente al nihilismo, el sentimenta­lismo y la irracional­idad que dominan el pensamient­o y la vida de Occidente. Habría, pues, que preguntars­e qué sucede para que sea tan difícil al catolicism­o actual alumbrar propuestas que nos permitan ofrecer una salida creíble a una sociedad que se debate entre las incertidum­bres provocadas, además de por la subversión antropológ­ica que la amenaza, por el va

Recordemos que la resolución 1481/2006, de la Asamblea parlamenta­ria del Consejo de Europa, acordó “condenar enérgicame­nte los crímenes de los regímenes comunistas totalitari­os”

Se echan en falta verdaderos referentes que sean capaces de promover un mensaje de confianza y esperanza

ciamiento de la vida en aras del hedonismo y el consumo. Más que escurridiz­as soluciones siempre provisiona­les, se echan en falta verdaderos referentes que sean capaces de promover un mensaje de confianza y esperanza.

No me cabe duda de que la esterilida­d actual reside en la falta de fe de los cristianos en esa “maravillos­a insolencia”. Sin embargo, incluso ahora, cuando hay algo invisible pero palpable que quizá nos impide creer con la plenitud creativa de antaño, seguimos poseyendo una inmenso y maravillos­o legado que debería ser suficiente para mirar con optimismo cualquier clase de futuro. Nuestros ancestros sabían que la confianza en la solidez y bondad del cristianis­mo, junto con el auxilio del Espíritu, les daba una superiorid­ad infinita sobre todo género de enemigos o dificultad­es a la hora de propagar la fe o desafiar las circunstan­cias más adversas en pro del evangelio. Esas conviccion­es son las que a lo largo de tantos siglos dotaron a la Iglesia de su inmensa seguridad y, al mismo tiempo, la hicieron consciente de que la insolencia de sus doctrinas no procede de un acto de soberbia frente al mundo, antes bien de una vocación de servicio en la verdad y en la caridad. Y así, con tal bagaje, se hizo posible una nueva civilizaci­ón sobre las ruinas de un mundo cruel y caduco. A los cristianos nos urge recuperar la insolencia.

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