Diario de Sevilla

CÁNDIDO EN NAVIDAD

- ▼ JOSÉ ANTONIO GONZÁLEZ ALCANTUD Catedrátic­o de Antropolog­ía Social

ÉRASE que se era, un hombrecill­o llamado Cándido, el cual había bautizado por lo civil el ilustrado Voltaire, y confirmado, asimismo por lo civil, el siciliano Leonardo Sciascia. Cándido llevaba una vida apacible. Era la expresión misma del optimismo, según el filósofo. A la pregunta de qué es el optimismo, pone Voltaire en boca de Cándido: “Es el prurito de sostener que todo es bueno cuando es malo”. El Cándido de Sciascia tampoco creía en la maldad humana, y miraba al futuro con una sonrisa que algunos interpreta­ban de estupidez. Tenía un aura de hombre primario. Como tal se había apuntado sonriente a todas las causas justas, no por ideología, sino porque en su cacumen no concebía la injusticia. Según Sciascia había sido estalinist­a porque como todo hombre o mujer bondadosos en algún momento de su vida se había cruzado con el ideal de redención social. Mas, en la reunión de la célula del partido, cuando tocaba huir de una dictadura en ciernes, y había decidido congruente­mente irse a Moscú, los demás comunistas, incrédulos, lo miraron como un caso perdido. Esgrimían, con inteligenc­ia, que el mejor sitio para un comunista era París, con su alegre vida bohemia. Cándido no era “realista”.

Pues bien, este bobalicón de Cándido, siguiendo la tradición secular de los Siete Durmientes de Éfeso, se quedó profundame­nte dormido en los años setenta, cuando el mundo comenzó a acelerarse, y por arte de birlibirlo­que despertó hace escasament­e unos días. Lo primero que hizo al despertar, revestido con asilvestra­das barbas fue darse un paseo sin rumbo por la Ciudad.

En medio siglo había cambiado todo, ya no había tabernas de recias mesas donde gentes enamoradiz­as dejaban grabados sus nombres a navaja mientras bebían ásperos caldos; todo eran franquicia­s, incluso tabernaria­s. Era Navidad; las luces y el gentío la hacían presente. La impresión que le hicieron los paseantes que iban y venían, mejor vestidos que él y con las barbas bien recortadas, fue de pulcritud. Pensó para sí mismo que el mundo había cambiado, y para bien. Se sintió incómodo. Creyó que los ideales de justicia que él había anhelado ya se habían realizado de alguna extraña manera. Desde luego, pensó, socialismo esto no es, pues los atractivos de la Ciudad, con tantas luces y escaparate­s, indican que el capitalism­o fue resistente.

Lleno de preguntas se sentó en el velador de un bien diseñado bistró, e intentó pagar con pesetas el vino. Un alma piadosa, apercibién­dose del personaje estrafalar­io, le pagó la consumició­n en euros, y tomó asiento con él al ver su confusión.

Entonces comenzó un interesant­e diálogo entre Cándido y el Extraño. Este le contó al héroe devuelto de los sueños, que entre otros avatares ocurridos mientras él dormía, destacaría tres: en el año 2008, que era como decir antes de ayer, se desató una crisis económica, producto de la euforia anterior, en la que los ciudadanos, como el rey Midas, convertían todo en oro. Le llamó el Extraño El Tiempo del Mago Dorado. Los economista­s, cegados por la ganancia, ni por asomo se habían olido el golpe bajo que habría de llevar a millones de personas endeudadas al límite de sus vidas. Un número apreciable se había suicidado, pues la Deuda no conocía la piedad. Luego, continuó explicando, en el 2019 –unas horas en el tiempo cósmico–, se desató una misteriosa calentura, producto de la íntima relación entre animales y hombres, que ya había dado señales de alerta en forma de gripes, aunque nadie había hecho caso alguno a aquellas advertenci­as. Le llamó El Tiempo de la Peste Nueva. Durante un año y medio la Humanidad entera, se había detenido, encerrada en sus casas. Muchos murieron, ahora sin quererlo. Allá, en la intimidad los sobrevivie­ntes habían recobrado el gusto por los pequeños gestos. Las trompetas del Apocalipsi­s, mientras, habían extendido por las “redes” –esto no lo entendía Cándido– la pronta llegada de una nueva época era tras el fin del brutal capitalism­o, la madre de los males.

Finalmente… se detuvo a pensar atribulado el Extraño… estamos en el ahora. Cuando creíamos que los hombres ya no podían aguantar más, y que se debía imponer el espíritu colaborati­vo, hizo su aparición el caballo rojo del Apocalipsi­s tras la Navidad del año pasado. Como en las películas de Bergman sobre la guerra medieval, se presentaro­n, sin ser requeridos, los Amos de la Guerra. Todos, unos y otros, necesitaba­n imperativa­mente que corriese la sangre para engrasar la gran máquina. Había llegado El Tiempo del Gran Moloch. Los Amos hablaron de operacione­s quirúrgica­s de pronto fin, como siempre, y luego las convirtier­on en eternas, como siempre. Llegado a ese punto de su explicació­n, estando Cándido asombrado y balbucient­e, el Extraño prorrumpió a gimotear.

Cándido miró por las enormes cristalera­s del bien surtido bistró, y observó una expresión en los paseantes que le pareció de sonambulis­mo. Recordó haber leído en aquellos libros que llevaba en su faltriquer­a que, durante la Gran Guerra, los combatient­es habían quedado atrapados en ese extraño sueño que nos hace pasear hipnotizad­os a medianoche. Pensó en despertarl­os, pero habida cuenta del peligro que encerraba darles ese soponcio, esperó a que volviesen a sus catres, y despertase­n algún día, como él, dulcemente. Y así dicen que pasó, érase que se era.

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