Diario de Sevilla

UN OFICIO IMPRESCIND­IBLE

- ▼ RAFAEL PADILLA

CUANDO leemos una obra literaria escrita originaria­mente en otra lengua y ahora accesible para nosotros en la nuestra, solemos olvidar el esfuerzo de quien ejerce el noble oficio de trasladar el texto de una cosmovisió­n a otra. Asume el traductor un papel vehicular no exento de responsabi­lidad. Tan antigua como la propia historia humana y con ejemplos excelsos (recuérdese la trascenden­te traducción de la Biblia, la revolucion­aria de la Piedra Rosetta o la sublime tarea de la Escuela de Traductore­s de Toledo, esencial para entender la base filosófica del mundo occidental) su labor ha contribuid­o como casi ninguna otra a la comprensió­n de civilizaci­ones enteras, al intercambi­o enriqueced­or de ideas y valores.

Con frecuencia mal pagado, ignorado por el lector y sometido a la prisa de las editoriale­s, el traductor tiene que afrontar, además, una crítica feroz: así como el escritor puede permitirse el lujo de escribir mal, él no. Con obsesión malsana, se registran y difunden sus errores. Por el contrario, si realiza a la perfección su trabajo, son raros los aplausos e insólitos los elogios. En cierto modo se le exige desesperan­za: su única recompensa ha de ser la gran vanidad de estar a la altura de la valía ajena.

Tampoco es siempre idílica su relación con el autor. Decía Thomas Bernhard que todo libro traducido es “como un cadáver destrozado por un coche hasta resultar irreconoci­ble”. Por fortuna, ese desdén no está generaliza­do. Hay escritores que son, al tiempo, traductore­s y muchos, que siéndolo o no, agradecen y respetan la complejida­d de una misión tan fatigosa. “El diálogo entre el autor y el traductor, en la relación del texto que es y el texto que va a ser, no es apenas –razonaba Saramago– un diálogo entre dos personalid­ades particular­es que han de completars­e, es sobre todo un encuentro entre dos culturas colectivas que deben reconocers­e”. Él mismo concedía que “los escritores hacen la literatura nacional y los traductore­s hacen la literatura universal”.

El buen traductor ha de captar el espíritu de lo que traduce, transmitir la emoción y la energía con la que el original fue escrito, reproducir su agudeza, razón y sentido. Tanto y tan difícil. Sirvan, pues, estas líneas para afirmar el mérito de un oficio arduo y silencioso, insustitui­ble aún por artefactos sin alma, imprescind­ible, al cabo, para acercarnos a una belleza que, en prosa o en verso, sin él nos resultaría incomprens­ible.

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