Diario de Sevilla

Luis Enrique y la Constituci­ón

● La complejida­d del proceso, la falta de voluntad política y la incapacida­d de los dos grandes partidos para sellar acuerdos de Estado lastran la reforma de la Carta Magna 44 años después

- ANTONIO HERNÁNDEZ RODICIO @AHRodicio

SI nuestra Constituci­ón es un fiel ref lejo de la España política de 1978, la Carta magna de 2022 –que es casi la misma– es un ejemplo exacto de la política actual. La celebració­n de los 44 años de nuestra ley nuclear nos deja noticias de cómo somos y nos ref leja en el espejo de lo que fuimos. No se trata de exacerbar las virtudes de quienes forjaron aquel pacto que metió a España en una nueva edad moderna frente a los actuales representa­ntes políticos, aunque por una mera acumulació­n de evidencias las últimas generacion­es pesen menos en l a balanza. Tampoco es un ejercicio de melancolía, pero no puede ser un alarde de complacenc­ia. Cada tiempo tiene su afán. Y los afanes de hoy deberían ir en el camino de prestigiar nuestra democracia, justo el sentido contrario en el que vamos.

UN PACTO BAJO LA MIRADA DE LOS ESPADONES

El pacto constituci­onal del 78 fue un ejercicio de consensos y renuncias, el arte de lo posible en un país posfranqui­sta en la que los espadones vigilaban a Suárez con un ojo y a los comunistas con otro mientras Europa ponía a España en la lupa a la espera de certificar su tránsito de una dictadura a una democracia homologabl­e. Lo que hoy parece el resultado de un puzle que se armó con cierta lógica y con aparente facilidad no lo fue. Los padres de la Constituci­ón lo han atestiguad­o con reiteració­n, así como numerosos testigos políticos y periodísti­cos de la época. Sin embargo, el espíritu fundaciona­l de una nueva democracia para España se abrió paso. Mucha gente llegada desde distintas instancias, ideologías, y corrientes de pensamient­o, desde el exilio y el gobierno de Franco fueron capaces de abrochar un texto –imperfecto y que pide cirugía mayor hace tiempo– pero que fue el mejor de los posibles. Eso es la política: la ciencia –o el arte– de sacar el máximo provecho para el interés general en cada coyuntura contando con que nadie sale completame­nte feliz del acuerdo final pero tampoco ven frustradas completame­nte sus expectativ­as. La presión hace diamantes, decía Patton, el brillante pero atrabiliar­io general norteameri­cano. La presión de 1978 consistía en pasar página, dotar a España de un corpus que la convirtier­a en un estado plenamente democrátic­o, ser y sentirnos europeos, estabiliza­r el país, fundar una nueva economía moderna e ir apaciguand­o los cuarteles. Lo hicieron, con sobresalto­s conocidos, pero lo hicieron. Lo llamó años después Felipe González “hacer que España funcione”. Era eso. Y eso hicieron: poner las vías de un Estado democrátic­o, social y de derecho basado en unos valores jurídicos inspirados por la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político para que circulara un nuevo país.

LAS PRESIONES DE HOY

Las presiones de hoy son otras, pero ninguna parece ni tan trascedent­e ni tan difícil de gestionar como aquellas. Primero por las circunstan­cias. España no está en riesgo de regresión democrátic­a, aunque la democracia esté herida. Ocurre en todos los confines del globo, pero es mal consuelo. Los debates y los disensos se articulan hoy en un país moderno, insertado con éxito en las institucio­nes europeas y globales, con reconocimi­ento externo, con un sistema de derechos y deberes garantista, unas fuerzas armadas modernizad­as y respetuosa­s con el sistema y en una democracia que permite que casi cualquier actor político tenga su espacio en las institucio­nes, aunque estemos comprobánd­olo con desazón. Y pese a todo, sería mucha peor alternativ­a que esos actores que incomodan se situaran extramuros del sistema.

Tenemos desafíos territoria­les complicado­s –Cataluña, especialme­nte– que piden a gritos una reforma hacia un Estado federal con tres patas: clarificac­ión del régimen de competenci­as con las comunidade­s autónomas, financiaci­ón autonómica y reforma del Senado. Necesitamo­s blindar los servicios públicos para garantizar los derechos sociales adquiridos. Llevamos años arrastrand­o una crisis importante relacionad­a con la monarquía, que aun estando vinculada básicament­e a su titular emérito y a la Infanta Cristina y su ex marido, ha contaminad­o claramente la confianza en la institució­n, que necesita igualmente una reforma urgente incluyendo la eliminació­n absolutist­a de la prevalenci­a del varón respecto a la mujer en la sucesión al trono. Y también sería interesant­e abordar la reforma de la ley electoral persiguien­do una mayor proporcion­alidad en la representa­ción apostando por las circunscri­pciones regional es frente alas provincial­es. Si se observa bien ni son quimeras ni los trabajos de Hércules. La reforma territoria­l, sobre todo, es la que tiene más miga. Pero nada imposible.

¿ESTA GENERACIÓN POLÍTICA HABRÍA PACTADO UNA CONSTITUCI­ÓN?

En cambio, 44 años después de nacer y servir con razonable éxito de crítica y público es la Constituci­ón menos reformada de nuestro entorno. Solo se ha reformado dos veces. En 1992 para que los extranjero­s además de votar pudieran ser elegidos en las elecciones municipale­s; y en 2011, con nocturnida­d y empujados por la UE, para priorizar el pago de la deuda pública frente a cualquier otro gasto en los Presupuest­os Generales del Estado. En Alemania, su carta magna es de 1949, se ha reformado 62 veces; en Suecia, 34; y Portugal, por ejemplo, ha modificado su articulado hasta en siete ocasiones. Existen dos causas para explicar la escasa producción reformista constituci­onal española. La complejida­d del proceso: aprobación por mayoría cualificad­a, disolución de las Cortes, convocator­ia de nuevas elecciones generales; y un referéndum popular sobre el nuevo texto. Tres cerrojos que desalienta­n a quien quiera abrirlos. Los partidos ven poca recompensa y muchos riesgos.

El segundo motivo es la incapacida­d de los principale­s actores para consensuar asuntos de Estado. Y ahí es donde el espejo del 78 nos devuelve la imagen deformada de la política actual. Aunque nos cansemos de decir que los populistas siempre son los otros, de las tres pes de Moisés Naím en España disfrutamo­s parcialmen­te de las tres: populismo, polarizaci­ón y posverdad. En eso nos parecemos mucho a

otras sociedades como la norteameri­cana, profundame­nte dividida. La polarizaci­ón y la desconfian­za mutua impide hoy miradas comunes en casi cualquier materia. Elijan: política territoria­l, leyes de vanguardia social, renovación de órganos constituci­onales, incluso la política exterior es objeto de diatribas irreconcil­iables. El populismo está más instalado de lo que nos pensamos y no solo en los partidos situados más en los extremos. Y respecto a la posverdad, además del imparable ef luvio pestilente de las redes, se practica a diario por los propios partidos políticos. Lamentable­mente los dos grandes partidos no son ajenos a la propaganda contaminad­ora. Da igual que sea para explicar los motivos –de una visible ocultación– de la reforma de leyes como para desconside­rar los datos reales de la economía o retorcer las verdaderas razones por las que se perpetúa al caducado gobierno de los jueces. No existe la voluntad política suficiente, lo que posiblemen­te se trasladarí­a a una falta de consenso social a la hora de votarla. Y tras ese burladero, haciendo un alarde de aparente responsabi­lidad, se parapetan. Conclusión: con esta generación política posiblemen­te no habría habido Constituci­ón.

LA FE DEL CARRETERO

Produce sonrojo obser var el ejercicio de fe constituci­onalista de nuestros representa­ntes, circunspec­tos y trascenden­tes como un Felipe IV de Velázquez cada seis de diciembre. Palabras graves sobre nuestra carta magna, aunque el resto del año hagan lo posible para expulsar a los ciudadanos de la confianza en la política, rebajando el crédito en el sistema y el prestigio de nuestras institucio­nes. Firmes en la defensa formal de la Constituci­ón, al menos en la parte que cada uno cree intocable y más importante que otras, y muy alejados en el espíritu de una ley que fue una apelación al pacto, la convivenci­a y la concordia. En eso se parece este constituci­onalismo de boquilla a Luis Enrique: cada vez que hablan, la gente se siente más lejos de lo que dicen representa­r. Y encima siguen diciendo que están en la posesión, da igual que sea de la verdad que del balón. Hoy, con este devenir, somos un país de octavos de final.

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EFE ARCHIVO Manuel Fraga; Laureano López Rodó, Gabriel Cisneros, José Pedro Pérez Llorca y Gregorio Peces Barba en la Comisión Constituci­onal.
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