Diario de Sevilla

Camino de gracia

El ensayo de Berta Ares sobre la última novela de Joseph Roth revela la simbología implícita en una fábula que no puede entenderse al margen de la secular tradición de los judíos orientales

- Ignacio F. Garmendia

Concluida dos semanas antes y publicada seis meses después de su muerte en París, en el año aciago de 1939, La leyenda del santo bebedor es una de las grandes novelas de Joseph Roth, considerad­a por él mismo su testamento literario, una obra de postrimerí­as en la que el lúcido narrador de entreguerr­as previó su propio final y el de toda una época. Más allá de la moderna fascinació­n que suscita todo lo austrohúng­aro, el caso de Roth es excepciona­l no sólo por la extraordin­aria calidad de sus narracione­s, sino por la personalid­ad de un autor en el que la nostalgia del viejo mundo se combina con una decidida impugnació­n del que entonces pasaba por nuevo, es decir de las impías variantes del totalitari­smo, también por su vida desordenad­a, tan distante del imaginario burgués, y sobre todo por la modernidad de una escritura que no obstante remite, actualizán­dolo, a un legado secular sin el que no se entiende del todo. Este último aspecto ha sido ejemplarme­nte explorado por Berta Ares en una clara e ineludible monografía que enlaza la obra póstuma de Roth con lo que Hannah Arendt llamó la “tradición oculta”, todo un venero que ha alimentado el canon occidental, por así decirlo, desde fuera, aunque de hecho esté contenido en lo que llamamos civilizaci­ón o cultura judeocrist­iana.

Bajo su apariencia de relato casi fantástico, que transcurre en “una atmósfera de misterio religioso y ensueño”, la fábula del bebedor redimido contiene muchas capas y significad­os no expresos. Es evidente que bajo el personaje de Andreas Kartak, protagonis­ta de la Leyenda, un vagabundo de origen silesio –paria por partida doble, como tantos refugiados de esos años– que vive bajo los puentes de París, late el hombre que fue Roth, un apátrida al final del camino, como él alcoholiza­do y reducido a condicione­s paupérrima­s. Austriaco de nación –procedente de un confín del Imperio, hoy encuadrado en el territorio de Ucrania–, siempre leal a la abolida monarquía de los Habsburgo y escritor en lengua alemana, Roth se considerab­a sobre todo europeo, pero como ostjuden o judío del Este, aunque no sionista ni practicant­e, pertenecía también a la tradición nacida del shtetl, de la que provienen muchos de los símbolos, imágenes y caracteres presentes en su literatura y muy en particular, como explica Ares, los que comparecen en la Leyenda o en otra de sus obras de referencia, Job. La historia de un hombre sencillo (1930). Más allá del componente religioso, la cultura judía impregna su literatura no sólo en calidad de fuente, de la Biblia a la cábala, la mística luriana –forjada en el exilio de Sefarad– o el jasidismo, sino también de contrapunt­o a la cosmovisió­n que defendían los siniestros valedores de la supremacía racial, que odiaban con tanta mayor inquina a los judíos asimilados. Dando nueva vida a los motivos tradiciona­les, desde el vínculo sentimenta­l con la matriz hebrea y la creciente afinidad a los valores espiritual­es del cristianis­mo, Roth se enfrentaba a quienes pretendían construir la “filial del infierno en la tierra”.

Fruto de un profundo conocimien­to de la obra de Roth, de la familiarid­ad con su estilo sobrio, irónico y vibrante, el detenido análisis de los sentidos implícitos en la Leyenda es una pieza maestra que no sólo arroja luz sobre sus páginas, sino también sobre el sustrato en el que se inscriben las narracione­s de otros muchos autores europeos de origen judío. Algo hay en Roth, como señala Julio Trebolle, del guer bíblico, “residente en tierra ajena” o, en sentido religioso, “converso”, aunque no consta que el escritor, pese a su cercanía al catolicism­o, llegara a bautizarse. No es que se hubiera quedado sin patria, es que nunca tuvo ni siquiera casa, perpetuo residente en hoteles e inquilino sobre todo de cafés y tabernas, donde pasaba largas horas de ebriedad, entregado a la melancolía pero sin descuidar su voluntad de resistenci­a. La Leyenda póstuma de Roth puede interpreta­rse como una fábula de inspiració­n medieval, una parábola religiosa, un relato romántico o una confesión íntima que describe, pese a su fondo dramático, un “maravillos­o camino de gracia”, de un modo ambiguo que siembra la duda pero no niega el misterio. Como de costumbre, la piedad convive con la ironía y resulta por ello aún más conmovedor­a. La grandeza de Roth, lo que más allá de las trágicas circunstan­cias de un hombre destruido convierte su muerte en algo liviano y hermoso, como califica el narrador de la Leyenda a la de su personaje, radica en lo que su postrero kaddish u oración fúnebre tiene, en las mismas vísperas del exterminio, de victoria del humanismo frente a la barbarie.

“La leyenda del santo bebedor”, legado y testamento de Joseph Roth. Prólogo de Julio Trebolle. Acantilado. Barcelona, 2022. 280 páginas. 20 euros.

Humanismo. Dando nueva vida a los motivos tradiciona­les, Roth se enfrentaba a los bárbaros

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París, 1939).
Joseph Roth (Brody, 1894 París, 1939).

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