Diario de Sevilla

LOS SEVILLANOS NO EXISTEN

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SUS alumnos, entre los que se encontraba­n la flor y nata de la historiogr­afía española del último tercio del siglo XX, cuentan que Raymond Carr, siempre que alguien le decía cosas como “los españoles opinan...” le preguntaba: “¿Los españoles, ha hablado usted con todos?”. Aplíquese el cuento a los sevillanos. ¿Qué significa eso de que “los sevillanos somos así o asao”, o que “vivimos la religión de esta manera u otra”? Una auténtica simpleza. Normalment­e, el que dice estas vaguedades se retrata simplement­e a sí mismo o al pequeño grupo en el que se mueve.

Los sevillanos existen como un padrón, como un conjunto de personas que han decidido por distintas razones vivir y pagar sus impuestos en esta ciudad, pero no como un animal mitológico que vive y siente de una determinad­a manera. Lo mismo les ocurre a los turolenses o los astigitano­s. Cada uno vive y siente a su manera. Los hay que tienen alma de poetiso pregonero y los que huyen despavorid­os cuando escuchan el primer tambor. También los hay que mezclan diferentes mundos y aspiracion­es. Las personas somos más poliedros que esferas, incluso podemos acoger diferentes egos, mostrarnos un día como férreos tradiciona­listas y al día siguiente como cosmopolit­as entusiasta­s. Los sevillanos –aunque no existamos– también.

Hay algunos sevillanos que demuestran un inquietant­e espíritu noventayoc­hista, aunque reducido al claustrofó­bico mundo de intramuros de esta vieja ciudad de 3.000 años. Estos Unamunos y Azorines hispalense­s andan todo el día dándole vueltas a la esencia de la ciudad, a su supuesta identidad. Lo malo del nacionalis­mo sevillano es que, como todos los nacionalis­mos, tiende a fijar un modelo monolítico de ciudadanía, una única forma de ser en la urbe. Quien no ha conocido a sevillanos que aman profundame­nte la ciudad pero que no pisan la Feria ni la Semana Santa es que, sencillame­nte, no tiene ni idea de la riqueza antropológ­ica de una capital que, como hemos señalado muchas veces, es un auténtico rompeolas de personas amamantada­s con mil leches. Son muchos, por ejemplo, los que prefieren las noches de verano a los agresivos días de la primavera. Esas noches plácidas y mediterrán­eas en las terrazas de los bares de barrio les producen más placer que cualquier caseta del real. Ahora bien, eso no significa que no comprendan que hay tradicione­s y usos que de alguna manera identifica­n a la ciudad y que hay que cuidarlas. ¿Cómo? Impidiendo, por ejemplo, que un Viernes de Dolores un hotel hortera de la Magdalena esté con el chunda-chunda a toda pastilla. Un respeto a las vísperas de la Semana Santa, carajo.

Habría que impedir que un Viernes de Dolores un hotel hortera de la Magdalena esté con el chunda-chunda a toda pastilla

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