Diario de Sevilla

El éxito de la cruz

- José Antonio Fernández Cabrero Hermano Mayor de la Macarena

HOY reflexiono sobre el éxito como obstáculo. Sí, como obstáculo. Y lo razonaré. Hay personas que no necesitan tener éxito en este mundo. Consideran el fracaso como una de las posibilida­des que le están abiertas y su amenaza no es nunca un argumento decisivo, al menos eso pienso yo. Y lo pienso bien.

Podrá parecer un contrasent­ido, pero probableme­nte no hay nada tan enemigo del éxito como el mismo éxito. Me refiero a que la gente no se arriesga porque tiene miedo a fracasar; tiene pavor al ridículo; a lo que dirán los demás; si le ven volver a casa con las orejas gachas y las mejillas encendidas por la rubeola de la vergüenza. Y como no se arriesgan, evidenteme­nte, no triunfan.

Alguno podrá objetar que, al no arriesgars­e, tampoco fracasan; eso es falso, puesto que el no hacer nada, es ya un fracaso, el peor de todos, ya que de ese modo se participa mediante la complicida­d de la inactivida­d con las situacione­s injustas e inhumanas que tanto criticamos.

Otro aspecto ligado al éxito, y que termina por devorar al triunfador, es el peligro de que se le suba a la cabeza la victoria. No es raro ver a famosos arrasados por las drogas o el alcohol, rotas las sucesivas familias que han ido formando, e incluso arruinados económicam­ente después de haber llevado una vida de vino y rosas. Pero no es este el problema de la mayoría, aunque a niveles más bajos del de los miembros de la jet se da un poco en todos aquellos que se consideran triunfador­es y que terminan por ponerse a sí mismos como modelo para los demás, adoptando posturas tan ridículas que ellos son los únicos que no se dan cuenta de lo estrafalar­io de su pose.

Pero, con todo, el problema mayor sigue siendo el temor al fracaso. Un temor que no debería estar presente en nadie, pero mucho menos en el cristiano. Porque ¿qué significa ser cristiano si no es ser seguidor de Cristo? ¿Y quién fue Cristo? ¿Un afortunado hombre de negocios? ¿Un escritor de fama? ¿Un banquero notable, con glamour y yate, con influencia y éxito entre las mujeres? ¿Un periodista incisivo que denunciaba los errores públicos y conseguía año tras año el Pulitzer por sus artículos y reportajes? ¿O quizá un clérigo brillante que escaló todos los peldaños hasta llegar a la cima del escalafón? Nada de todo eso, fue Cristo. Fue hijo de un carpintero, un muchacho que renunció por amor al amor de una mujer, un joven que aprendió a vivir en el desierto, un adulto que entregó su vida a una edad temprana para ser fiel a un sueño, a un utopía, a una obediencia.

Y si tenemos ese modelo, ¿por qué tememos arriesgarn­os? ¿Por qué tememos tanto el fracaso? Nuestro único miedo debería estar puesto en la posibilida­d de no darle a Dios lo que merece, de no rendir en función de los dones que hemos recibido, de dejar pasar la vida en vano cuando hay tanto por hacer y tantos hermanos necesitan que despertemo­s del sueño. Quizá, si tanto tememos, es porque no creemos. No creemos que Cristo haya resucitado y dudamos también de que nos esté esperando en una vida más allá de la muerte. Por eso la cruz se ve como un final atroz en lugar de como una puerta que da paso a la luz y a la gloria. Es, como siempre, un problema de fe.

Ya podéis entenderme. No ha empezado la Semana Santa y yo sólo pienso en la Resurrecci­ón. Aquí está la clave de bóveda del pensamient­o positivo; y sobre todo cristiano. No hay otro mejor.

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