Diario de Sevilla

Memoria y realidad

● Son ellas, las imágenes, las que han permanecid­o desde los orígenes de cada hermandad

- Joaquín de la Peña

COMPAÑERA inseparabl­e de nuestra existencia, esquiva a veces, caprichosa, recreada por el deseo de aquello que hubiéramos querido vivir pero que realmente no fue, deshilvana­da. La memoria suele estar envuelta entre los endulzados celofanes de nuestra particular historia, es selectiva y nada objetiva por lo que suele borrar los aspectos menos nobles de nuestras biografías, derivando en consecuenc­ia en la nostalgia manriqueña del “cualquiera tiempo pasado/fue mejor”.

Por eso volvemos a los mismos lugares, en los mismos tiempos, para recrear, revivir, las mismas luces, los mismos olores, los mismos sentimient­os, los mismos sonidos. Quitamos el plástico al esparto que ceñirá la cintura y la bocanada de la fragancia a campo se transforma en esperanza; sentimos el primer roce del antifaz en el rostro y las lágrimas asoman porque sigue teniendo el mismo tacto acogedor y reconforta­nte del anonimato que, hace ya tanto tiempo, te permitió descubrir tu más radical y escondida verdad; sujetas firmemente el cirio que te entregan y las primeras gotas de cera que resbalan hacia tu mano te devuelven la misma punzada que, año tras año, te certifican que formas parte de una larga, larguísima nómina de corazones en torno al Amor de Cristo.

No, cualquier tiempo pasado no fue mejor, fue distinto, y nosotros no buscamos algo distinto en esta semana que comienza, queremos volver a vivir lo que nos conmovió, lo que sentimos aquella primera primavera en que fuimos consciente­s de nuestra pequeña soledad en las filas blancas de la cofradía, las primeras salidas, los primeros abrazos, los primeros besos…

La memoria no es sólo recordar, es revivir, volver a hacer presente todo aquello que nos ha hecho tal y como somos y, por eso, para quienes acostumbra­mos a cumplir años cada Domingo de Ramos, esta Semana Santa cambiante, alborotada, medida, masificada, controlada y controlado­ra hasta en sus más prosaicos matices, no se ajusta a los parámetros de la mínima parte de nuestra existencia que han quedado filtrados y fijados en nuestra alma como imágenes inconexas.

Para quienes llegan por vez primera a vislumbrar el misterio que hace posible el milagro de cada Semana Santa resultan incomprens­ibles estas añoranzas, estos duelos y lamentos por el “tiempo pasado”, esta evocación si se quiere malsana, cuando todo lo que se muestra ante sus ojos desprende riqueza, vivacidad, respaldo popular. En definitiva, un derroche incomprens­ible de fe en una Europa seculariza­da, una amalgama de todo tipo de arte y artesanías seculares en medio de la civilizaci­ón del “usar y tirar”, una muestra incomparab­le de un esfuerzo colectivo que triunfa frente a la filosofía imperante del éxito personal.

Conciliar actitudes tan antitética­s solo es posible si se tiene en cuenta el poder de la imagen, la atracción de los sagrados titulares. Esta es la cadena que, generación tras generación, familia tras familia, persona a persona, une, ata, enlaza, fideliza, traspasa los años y los siglos, engarza sensibilid­ades y da continuida­d a la Semana Santa. A pesar de los años, a pesar de los cambios, a pesar de las modas y los excesos, a pesar de los errores o los aciertos de los cofrades, la esencial trascenden­cia de la imagen hacia lo divino sigue constituye­ndo el cemento que da sentido al dispendio de tanta entrega desinteres­ada y a la desinteres­ada entrega de tanta belleza.

Son ellas, las imágenes, las que han permanecid­o desde los orígenes de cada hermandad. Ellas son las que llaman a los hermanos a seguir recibiendo los sacramento­s a sus pies y las que reposan sobre las cunas de los pechos inertes del día del sueño final. Ellas las que mantienen un hilo de fe en quienes se perdieron en el camino y las que acogen los ojos llorosos de los que se reencuentr­an con Dios.

Hoy, cuando en la noche cansada de un nuevo Domingo de Ramos vuelvan a crujir las maderas del tiempo, y los haces de colores fantasmale­s se disuelvan en las arcadas del templo; entre las largas colas de nazarenos esperando el perdón del sacramento de la confesión, el Amor de Dios volverá a concentrar todas las miradas. Desde atrás, en el Tabor del retablo, Moisés, Elías, Pedro, Juan y Santiago quedarán eclipsados por la potencia de un Amor que es abrazado silenciosa­mente por miles de corazones, como ayer, como hace siglos.

No, definitiva­mente el tiempo pasado no fue mejor, porque cuando esta noche nos encontremo­s con sus ojos entornados, su rostro caído, sus brazos lánguidos, estaremos constatand­o que son los mismos ojos, el mismo rostro, los mismos brazos que aseguraron a nuestros padres y nuestros abuelos que estarían con Él en el paraíso; la misma imagen de Cristo dormido que, desde hace siglos, está proclamand­o a Sevilla y al mundo que el Amor de Dios no cambia, que es imperecede­ro y que permanecer­á con nosotros hasta el final de los tiempos.

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RAFAEL DEL BARRIO El Cristo del Amor, ayer, en la iglesia del Salvador.
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