Memoria y realidad
● Son ellas, las imágenes, las que han permanecido desde los orígenes de cada hermandad
COMPAÑERA inseparable de nuestra existencia, esquiva a veces, caprichosa, recreada por el deseo de aquello que hubiéramos querido vivir pero que realmente no fue, deshilvanada. La memoria suele estar envuelta entre los endulzados celofanes de nuestra particular historia, es selectiva y nada objetiva por lo que suele borrar los aspectos menos nobles de nuestras biografías, derivando en consecuencia en la nostalgia manriqueña del “cualquiera tiempo pasado/fue mejor”.
Por eso volvemos a los mismos lugares, en los mismos tiempos, para recrear, revivir, las mismas luces, los mismos olores, los mismos sentimientos, los mismos sonidos. Quitamos el plástico al esparto que ceñirá la cintura y la bocanada de la fragancia a campo se transforma en esperanza; sentimos el primer roce del antifaz en el rostro y las lágrimas asoman porque sigue teniendo el mismo tacto acogedor y reconfortante del anonimato que, hace ya tanto tiempo, te permitió descubrir tu más radical y escondida verdad; sujetas firmemente el cirio que te entregan y las primeras gotas de cera que resbalan hacia tu mano te devuelven la misma punzada que, año tras año, te certifican que formas parte de una larga, larguísima nómina de corazones en torno al Amor de Cristo.
No, cualquier tiempo pasado no fue mejor, fue distinto, y nosotros no buscamos algo distinto en esta semana que comienza, queremos volver a vivir lo que nos conmovió, lo que sentimos aquella primera primavera en que fuimos conscientes de nuestra pequeña soledad en las filas blancas de la cofradía, las primeras salidas, los primeros abrazos, los primeros besos…
La memoria no es sólo recordar, es revivir, volver a hacer presente todo aquello que nos ha hecho tal y como somos y, por eso, para quienes acostumbramos a cumplir años cada Domingo de Ramos, esta Semana Santa cambiante, alborotada, medida, masificada, controlada y controladora hasta en sus más prosaicos matices, no se ajusta a los parámetros de la mínima parte de nuestra existencia que han quedado filtrados y fijados en nuestra alma como imágenes inconexas.
Para quienes llegan por vez primera a vislumbrar el misterio que hace posible el milagro de cada Semana Santa resultan incomprensibles estas añoranzas, estos duelos y lamentos por el “tiempo pasado”, esta evocación si se quiere malsana, cuando todo lo que se muestra ante sus ojos desprende riqueza, vivacidad, respaldo popular. En definitiva, un derroche incomprensible de fe en una Europa secularizada, una amalgama de todo tipo de arte y artesanías seculares en medio de la civilización del “usar y tirar”, una muestra incomparable de un esfuerzo colectivo que triunfa frente a la filosofía imperante del éxito personal.
Conciliar actitudes tan antitéticas solo es posible si se tiene en cuenta el poder de la imagen, la atracción de los sagrados titulares. Esta es la cadena que, generación tras generación, familia tras familia, persona a persona, une, ata, enlaza, fideliza, traspasa los años y los siglos, engarza sensibilidades y da continuidad a la Semana Santa. A pesar de los años, a pesar de los cambios, a pesar de las modas y los excesos, a pesar de los errores o los aciertos de los cofrades, la esencial trascendencia de la imagen hacia lo divino sigue constituyendo el cemento que da sentido al dispendio de tanta entrega desinteresada y a la desinteresada entrega de tanta belleza.
Son ellas, las imágenes, las que han permanecido desde los orígenes de cada hermandad. Ellas son las que llaman a los hermanos a seguir recibiendo los sacramentos a sus pies y las que reposan sobre las cunas de los pechos inertes del día del sueño final. Ellas las que mantienen un hilo de fe en quienes se perdieron en el camino y las que acogen los ojos llorosos de los que se reencuentran con Dios.
Hoy, cuando en la noche cansada de un nuevo Domingo de Ramos vuelvan a crujir las maderas del tiempo, y los haces de colores fantasmales se disuelvan en las arcadas del templo; entre las largas colas de nazarenos esperando el perdón del sacramento de la confesión, el Amor de Dios volverá a concentrar todas las miradas. Desde atrás, en el Tabor del retablo, Moisés, Elías, Pedro, Juan y Santiago quedarán eclipsados por la potencia de un Amor que es abrazado silenciosamente por miles de corazones, como ayer, como hace siglos.
No, definitivamente el tiempo pasado no fue mejor, porque cuando esta noche nos encontremos con sus ojos entornados, su rostro caído, sus brazos lánguidos, estaremos constatando que son los mismos ojos, el mismo rostro, los mismos brazos que aseguraron a nuestros padres y nuestros abuelos que estarían con Él en el paraíso; la misma imagen de Cristo dormido que, desde hace siglos, está proclamando a Sevilla y al mundo que el Amor de Dios no cambia, que es imperecedero y que permanecerá con nosotros hasta el final de los tiempos.