Diario de Sevilla

El murmullo del agua

El nuevo ensayo de María Belmonte discurre sobre la simbología de las fuentes y el agua desde la Antigüedad al Barroco, hilando como de costumbre lecturas y experienci­as de viaje

- Ignacio F. Garmendia

Filoheleni­smo La prosa evocadora de Belmonte trasciende la erudición y la voluntad divulgativ­a

Ríos, arroyos, estanques, manantiale­s, pozas, cascadas, lagos o lagunas, las distintas formas del agua acompañan a la humanidad desde siempre y han dejado un rastro profundo que remite a los orígenes de la civilizaci­ón porque en realidad los precede con mucho. Sagrada en todas las religiones e invocada en los mitos de todas las culturas, el agua es germen de vida e instrument­o de purificaci­ón, dotado de propiedade­s mágicas o sanadoras. Es habitual que junto a las fuentes, elemento indispensa­ble de cualquier locus amoenus, se erijan templos y santuarios, rodeados de jardines o de una naturaleza exuberante en la que no es difícil percibir la presencia de los dioses abolidos y recobrar la sensación de habitar un mundo recién creado, gracias al incesante ciclo que vincula las gotas de lluvia con la inmensa extensión del mar. “Pétalos del Océano” en la hermosa imagen pindárica, las fuentes representa­n la fecundidad y muchas otras cosas. De ellas nos habla María Belmonte en su nuevo libro, El murmullo del agua, un personal itinerario que como en sus anteriores entregas combina el ensayo, la historia cultural y las notas de viaje.

Después del sugerente preliminar, el recorrido se divide en tres partes referidas a las aguas clásicas, renacentis­tas y barrocas, pasando por alto las medievales puesto que la fuente de la que mana el discurso, aunque no dejara de brotar tras la caída del Imperio de Occidente, se remonta a la antigua Grecia. Al comienzo y al final, la autora transcribe el célebre inicio de la oda primera de las Olímpicas de Píndaro, Ariston men hydor (“Lo mejor es el agua”), que podemos leer también en el frontón de los remodelado­s baños romanos de la ciudad balnearia de Bath, una sentencia que como suelen recordar los estudiosos retoma la primacía del líquido elemento –no sólo origen, sino bien supremo– en la cosmovisió­n de Tales de Mileto. Aparecen las ninfas, hijas de Zeus, con su carga erótica o la más inquietant­e que exploró Calasso, la enigmática cueva de Arquedamos en Vari, junto al monte Himeto, o la fuente Castalia en Delfos, donde Belmonte narra el encuentro y la súbita complicida­d con una viajera angloirlan­desa que la acompaña en su ascensión al Parnaso. Si para los griegos, escribe la ensayista, el agua era un misterioso objeto de veneración, los romanos, llevados de su espíritu práctico, la convirtier­on en símbolo de poder, disfrute y magnificen­cia. Habían heredado de los primeros y también de los etruscos técnicas ya muy sofisticad­as, pero a partir de ellas lograron levantar un formidable entramado de termas, canalizaci­ones y acueductos. Roma, regina aquarum, está presente en la excursión de vecindad a Les Ferreres –el llamado Puente del Diablo, cerca de la antigua Tarraco– o en la emotiva estancia en el lago Como, asociado a los dos Plinios y a la exclusiva villa que lleva su nombre.

Ya en el Renacimien­to, que recupera las humanae litterae y la cultura pagana, Belmonte evoca la Academia Platónica de Florencia, los cuadros de Botticelli, los jardines esotéricos –alimentos del alma, “símbolos de la armonía de la creación y del impulso que anima la vida”– y los espacios diseñados por ingenieros filósofos que rescataron del olvido a las divinidade­s acuáticas. Cuenta cómo adquirió un ejemplar de El sueño de Polífilo, en la soberbia edición de Acantilado, como homenaje póstumo a su editor fallecido, y recuerda sus visitas a las villas italianas y sus jardines, como los fastuosos e inextricab­les de Hipólito de Este en Tívoli. Tratando de la etapa siguiente, aborda la Roma del papa Sixto V y sus reformas urbanístic­as en las que el severo paladín de la Contrarref­orma, tan fiero en otros aspectos, demostró un gran “entusiasmo hidráulico”, llevado a su máximo esplendor con las obras de Bernini, “l’amico dell’acqua”, artista total que dejó un rastro imborrable en la Ciudad Eterna. Belmonte no deja de confesar sus prejuicios de juventud contra la estética barroca, en la línea de los expresados por Dickens o Ruskin y superados cuando aprendió a ver y apreciar el valor oculto entre la afectación o el efectismo. Toda la parte final, que concluye con un apunte sobre La gran belleza de Sorrentino, en la que cree descubrir un secreto protagonis­mo del agua, es un canto de amor a la Urbe y su singularid­ad inagotable.

Muchas historias confluyen en el libro, engarzadas con naturalida­d y un buen gusto que no se interpone a modo de barrera, como ocurre a veces con los académicos presuntuos­os o los conocedore­s exquisitos. Trufado de citas que revelan sus numerosas lecturas, pero también de recuerdos e impresione­s directas sobre el terreno, el relato de Belmonte atraviesa los siglos y las edades con la prosa evocadora y elegante a la que nos tiene acostumbra­dos, vehículo de un filoheleni­smo que trasciende la erudición y la voluntad divulgativ­a y sabe convertir todo ese legado, actualizad­o a través de los libros o de los viajes, en estimulant­e experienci­a de vida.

El murmullo del agua. María Belmonte. Acantilado. Barcelona, 2024. 208 páginas. 18 euros

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ASTRID DI CROLLALANZ­A / FLAMMARION María Belmonte (Bilbao, 1953).

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