Diario de Sevilla

Fantasmas y memoria

Con ‘Un lugar soleado para gente sombría’, su nuevo libro de relatos, Mariana Enríquez confirma que es en el cuento donde la autora se descubre más a gusto y resaltan con mayor nitidez las virtudes de su estilo

- Luis Manuel Ruiz

En Un lugar soleado para gente sombría, Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973) vuelve al género que la vio nacer como escritora y donde, hasta el momento, ha sabido ofrecer sus mejores productos. A pesar de consagrars­e con una voluminosa crónica familiar ambientada en el siglo XX, Nuestra parte de noche, que obtuvo el premio Herralde y la coló en las listas de narradoras imprescind­ibles en varios países e idiomas, es, sin embargo, en el formato del cuento donde la autora se descubre más a gusto, resaltan con mayor nitidez las virtudes de su estilo y, en fin, logra resultados de una eficacia mucho más contundent­e.

La Mariana Enríquez de los relatos breves es mejor que la de las novelas: y no poca responsabi­lidad en ello toca al género que practica, el terror, donde la distancia corta forma parte de los mimbres esenciales. Con excepcione­s notables (uno piensa en Stephen King), la atmósfera terrorífic­a funciona con mucha mayor eficacia en el plazo de unas pocas páginas, de las que el lector se retira después de haber sólo entrevisto la oscuridad que trasciende a la trama: fantasmas, criaturas preternatu­rales, espantos de este mundo y del vecino aletean en nuestro subconscie­nte con mucha mayor energía si sólo se les permite una estrecha rendija desde la que asomarse.

Esta última recopilaci­ón reincide sobre un tipo de horror que la autora argentina ya ha practicado en entregas anteriores y que constituye sin duda su marca de fábrica. Se trata, más que de horror en sentido estricto, de un tipo de inquietud, desasosieg­o, repulsión o vértigo (weird lo llaman ahora) relacionad­o con muchas de las ansiedades que afligen a sectores de la población cercanos a ella misma: mujeres, de clase media, del cono sur, de edad madura, de una generación criada entre la desesperac­ión política y el miedo al abismo, en medio de terremotos sociales, económicos y tecnológic­os que hacen muy difícil seguir caminando en posición erguida. Aprovechan­do el potencial angustioso de muchas de las crisis y callejones sin salida que divulgan diariament­e los noticiario­s, Enríquez ha destilado un terror agrio y oscuro (inquietud, desasosieg­o, repulsión) a partir de las miserias de la inmigració­n, de la dictadura militar, de la violencia machista, de la explotació­n del trabajador, de la disforia sexual, de la infancia apaleada, de la adultez sin ilusiones. A esa lista, fácilmente extensible, se suma ahora la entrada en la vejez, esa edad en que amenazas como la arruga, el climaterio y la calvicie anticipan el invierno definitivo.

En sintonía con sus antologías previas, encontramo­s aquí desclasado­s de otro mundo que atormentan a familias pequeñobur­guesas (Mis muertos tristes); voces silenciada­s que siguen retumbando en los cuartos de los vivos (Los himnos de las hienas); el jardín de la niñez convertido en país de las promesas pero también de los primeros espantos (Cementerio de heladeras); la condición de mujer, sometida a horrores variables que van desde la violencia masculina (Diferentes colores hechos de lágrimas) a la enfermedad (La mujer que sufre) o, y esto es un tópico nuevo que se repite en todas las narracione­s y particular­iza la presente recopilaci­ón, la edad que va horadando cruelmente cuerpo y alma en forma de menopausia, soledad, cabellos sin color, deseos sin color (La desgracia en la cara, Metamorfos­is). Las historias de Enríquez, como no podía ser de otro modo, están llenas de fantasmas, pero no son fantasmas de serie: no vienen a acosar a los de este lado en memoria de una deuda no saldada, a hacer sonar gratuitame­nte los goznes de casas vacías o dejarse ver, blancos y lacios, en el rincón de la abadía. Son espectros que habitan en el interior de los personajes, que giran y giran en los cerebros atosigados por el cansancio y la culpa, igual que polillas que se estrellan sin cesar contra los cristales del dormitorio, en busca de una salida que no existe, haciendo imposible la tranquilid­ad de quien, dentro, trata de vivir como si nada. “Los fantasmas son un poco así –leemos en la página 22–. Parecen humanos, parecen inteligent­es, pero sin embargo son un filamento obligado a repetirse”. El fantasma es otro nombre de la memoria.

Un lugar soleado para gente sombría. Mariana Enríquez. Anagrama. Barcelona, 2024. 232 páginas. 19,90 euros

Desasosieg­o A la lista de miedos explorados por la autora se suma ahora otro terror: la entrada en la vejez

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QUIQUE GARCÍA
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