PELÍCULAS POCO VISTAS
ANDABA próxima a su término la década de los años ochenta, cuando un amigo me convenció para engrosar, un día de fin de semana, la expedición que llenó un autocar fletado por el ultramontano colectivo juvenil que él frecuentaba. El destino era la que fuera corte de Boabdil, y el objetivo asistir a un encuentro internacional en la capital granadina y después a un almuerzo al pie de Sierra Nevada. Empezando por este último, difícilmente olvidaré cómo un personaje de la época otorgó, en el fragor de un brindis, el título de “nueva caballería medieval” a los mozos presentes.
Ajeno al entusiasmo del inflamado orador, regresé a mi ciudad desolado por la vulgaridad de buena parte de los espíritus que me acompañaron en aquel viaje, evidenciada a través de una anécdota chusca. Proyectada en el monitor del vehículo una cinta de vídeo de esa obra maestra titulada El Padrino, varios muchachos iracundos expresaron su aburrimiento y exigieron el cambio, logrando insertar en el reproductor una copia de Porky’s que me sirvió de suplicio audiovisual durante el itinerario de vuelta.
Este choque con la falta de sensibilidad de individuos de cierto perfil, en cuestiones relacionadas con el séptimo arte, parece empeñado en seguir golpeándome en el transcurso del tiempo. Pasados más de seis lustros desde entonces, se halla en auge la moda entre comentaristas y políticos conservadores, de
La calidad de un producto cultural no puede evaluarse por medio de la recaudación diaria
confrontar con el prepotente sectarismo de signo adverso, de algunos creadores de la industria cinematográfica, descalificando su trabajo, no con razones cualitativas, sino con el plebeyo argumento de que las películas son poco vistas por el público que aún acude a unas salas en manifiesto declive.
Independientemente de que los gustos de los espectadores están condicionados por la previa inversión en publicidad y de que las posibilidades de ver tal o cual filme dependen en gran parte del arbitrario criterio de las distribuidoras, la calidad de un producto cultural no puede evaluarse por medio de la recaudación diaria obtenida por sus exhibidores. Quienes así piensan están, sin saberlo, infectados de un populismo y un materialismo diametralmente opuestos al imprescindible componente trascendental y jerárquico que constituye la base de cualquier planteamiento ideológico genuinamente de derecha, como aquel que invocara orgulloso el protagonista del suceso referido anteriormente.
Resulta indudable que, en todo periodo histórico, la alta cultura –categoría que el cine de autor merece– a duras penas es inteligible por la masa, siendo su disfrute un privilegio exclusivo de las minorías que poseen la formación necesaria para descifrar sus códigos. Que esta realidad pueda provocar sarpullidos entre los más ardientes defensores de las demagogias igualitarias, no debe suscitar la menor extrañeza. Que sea incomprendida, por el contrario, por quienes supuestamente aspiran a una restauración parcial de valores tradicionales, es un indicio más de la oscura confusión propia de esta fase decadente.