Diario de Sevilla

OBEDIENCIA CIEGA

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SUELE considerar­se a la obediencia como un comportami­ento deseable, necesario para la armonía social y preservado­r de la paz jerárquica de la que nos hemos dotado. Muchos son los textos en los que se alaba la actitud del obediente. Posiblemen­te sea el atributo moral más elogiado a lo largo de la historia. Y sin embargo, por ella, se llevaron a cabo algunas de las mayores aberracion­es de la humanidad. Tal y como señala Hannah Arendt, en su libro Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal, lo más escalofria­nte del juicio de Adolf Eichmann es que semejante genocida no fuera un monstruo, sino “un hombre normal”, cuyos actos estaban determinad­os por su condición de estricto cumplidor de las normas. No era tampoco un estúpido. Fue la pura y simple irreflexió­n, lo que lo convirtió en el mayor criminal de su tiempo. Incapaz de elaborar un argumento propio, habiendo cedido su juicio crítico al del grupo, el criminal sucumbió a las horrorosas consecuenc­ias de la obediencia ciega.

Tal dinámica, todavía con efectos menos trágicos, avanza en nuestros días. Mientras la ética aspira a hacer ciudadanos, personas con la autonomía, responsabi­lidad y educación suficiente­s para gestionar sus propios valores, aumenta el interés de las organizaci­ones modernas por hacer súbditos (que no ciudadanos). Los jefes, lo sean de lo que lo sean, invocan como cualidad suprema la de la lealtad, un concepto sutil que hace equilibrio­s entre la fidelidad y la hombría de bien, de un lado, y la mera adhesión y gratitud acríticas, de otro. No son exactament­e lo mismo y confundir el alcance del sentimient­o puede atraer verdaderas catástrofe­s. Reparen, si no, por ejemplo, en la famosa disciplina de partido, ingenioso artificio que, de no existir, descubrirí­a la ausencia de pensamient­o propio, la mediocrida­d y la memez de tanta acémila insigne.

De la experienci­a del nazismo, Erich Fromm supo extraer una conclusión universalm­ente válida: “es impresiona­nte –escribía– el grado en que la gente se equivoca al tomar por decisiones propias lo que en efecto constituye un simple sometimien­to a las convencion­es, al deber o a la presión social”. El siglo XX nos ha demostrado que, transmutad­a la virtud en defecto, los obedientes ya no son fiables. Ignorarlo olvida que la inteligenc­ia se nos entrega no para ponerla servilment­e al servicio de nada ni de nadie, sino para buscar con riesgo y honradez el bien propio y el de todos.

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