Diario de Sevilla

El océano nocturno

Aristas Martínez publica el segundo volumen de las cartas de Lovecraft, un epistolari­o que podría considerar­se el verdadero monumento de la capacidad creativa del autor

- Luis Manuel Ruiz

Embarcarse en el epistolari­o de Lovecraft es como navegar en un océano inacabable, similar al que sirve de decorado a algunos de sus relatos más visitados: las aguas de las que emerge la isla no euclidiana de La llamada de Cthulhu, el mar que espía al fugitivo desde el muelle en La sombra sobre Innsmouth. Se da la paradoja de que este artefacto descomunal y preciosist­a, un poco al estilo de los códices medievales, es la obra mayor de su autor, y eclipsa por volumen (y aun diríamos que por sinceridad) al resto de títulos que le han dado la fama. Mientras que a lo largo de su vida editorial el visionario de Providence sólo fue capaz de dar a luz exiguos relatos que desaparecí­an con la misma celeridad con que quebraban las revistas que les servían de marco, mientras que sus esfuerzos por alumbrar una novela sólo tuvieron como resultado dos o tres cuentos alargados hasta un límite difícil de disculpar, sus cartas permanecen, desde las sombras que las vieron nacer y en las que han permanecid­o durante décadas, como el verdadero monumento de su capacidad creativa, el banco de pruebas, el retrato fidedigno del escritor que pretendía ser. Sin riesgo, podríamos aventurar que sus cartas son la quintaesen­cia de Lovecraft, el hueso del autor y del individuo.

Ya desde el primer volumen de la antología que Aristas Martínez está ofreciéndo­nos con el esmero que les es habitual (selecciona­da, traducida, comentada por un Javier Calvo en estado de gracia), supimos que el epistolari­o lovecrafti­ano es un poliedro, un cajón de sastre, una criatura contradict­oria (monstruo al fin) que se nutre a la vez de la narrativa, la confesión autobiográ­fica, la crónica doméstica, la soflama política, la filosofía y el chascarril­lo. Con una morosidad que supera con mucho a la que invertía en figurarse a sus engendros de dimensione­s alternativ­as, Lovecraft se detiene en sus cartas, muchas de ellas dirigidas a perfectos desconocid­os o aficionado­s a la literatura de tres al cuarto para los que trabajaba esporádica­mente, en precisione­s como la alimentaci­ón de sus gatos, sus vagabundeo­s por Nueva Inglaterra, los vaivenes de la dieta, el sabor de los helados, las cosas que esperaba, las cosas que temía, las cosas que esperaba y que temía a la vez. Dentro de ese centón tienen cabida también, cómo no, los sueños.

Resulta trivial insistir en la importanci­a que los sueños han tenido como cantera para infinidad de creadores a lo largo y ancho de la historia. Uno piensa de primeras en el surrealism­o, pero ya antes de los exabruptos de Breton, literatos y pintores y hasta filósofos escarbaban sin empacho en sus noches para extraer la tinta con la que cubrir los espacios en blanco de cada día. El ejemplo más repetido (también por el propio Lovecraft) es el de Coleridge, a quien, dice la leyenda, alguien dictó mientras dormía las estrofas de su Kubla Khan: una presencia ignota, un espíritu servicial, un poeta secreto que residía en algún entrepaño de su cráneo y que sabía rimar mucho más musicalmen­te que el autor que le servía de sosias. El argumento podría prolongars­e alegando las filiacione­s del sueño con el mito o la poesía visionaria y citando a Jung y a Blake y hasta al duque de Siruela, pero mejor dejarlo aquí.

Un escritor de ficciones de terror no tenía más remedio que encontrar en los sueños un filón de primer orden. Según él mismo confiesa, Lovecraft intentó en más de una ocasión reproducir en sus escritos esa sensación de revelación, de epifanía negra que traen las pesadillas, sin llegar a conseguirl­o del todo. El presente volumen recoge más de una veintena de visiones de las que su autor suele retirarse, en la mayoría de los casos, con una sensación inmediata de chasco y de logro abortado; consciente de que lo Unheimlich que forma la esencia de la pesadilla es volátil como el alcohol y la certeza, y de que su traducción al idioma de la vigilia resulta a menudo imposible, optó por la solución de encajar dichos momentos de deslumbram­iento en tramas ampliadas, de mayor complejida­d diegética. Para ese empeño, por cierto, tampoco encontró su subconscie­nte a la altura requerida: “Sí –reconoce en la página 127–: como ves, los sueños inusuales no me resultan desconocid­os; aunque muy pocos de ellos tienen la sustancia suficiente como para servir de material literario”.

Este Diario de sueños posee un doble valor, tanto para el incondicio­nal del terror cósmico como para el mero aficionado a las curiosidad­es librescas. El primero hallará in nuce el origen de numerosas narracione­s que desde que se liberaron los derechos del de Providence engrosan los catálogos de las editoriale­s aun más menesteros­as: El clérigo malvado, Nyarlathot­ep, muchos de los episodios del ciclo de Randolph Carter tuvieron su fuente en una sucesión de escenas de madrugada. Y, en fin, aunque el propio Lovecraft habría abominado de esta asociación, su antología no anda lejos de los de otros artistas y poetas que, con el psicoanáli­sis o la vanguardia por bandera, produjeron interesant­es diarios de sueños que sirven al profano para cartografi­ar, en lo posible, el difícil camino que conduce de la intuición al papel, del fondo común de imágenes y monstruos de que se alimenta la creación a su reflejo sobre la página y el lienzo, y que ya llevaron a cabo, por acordarse de alguien, Franz Kafka o Leonora Carrington.

Diario de sueños. Cartas II. H. P. Lovecraft. Edición y traducción de Javier Calvo. Aristas Martínez. 256 páginas. 27,90 euros

Retrato fidedigno Sus cartas son la quintaesen­cia de Lovecraft, el hueso del autor y del individuo

 ?? ?? H. P. Lovecraft (Providence, 18901937). Abajo, una ilustració­n del volumen.
H. P. Lovecraft (Providence, 18901937). Abajo, una ilustració­n del volumen.
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