Diario de Sevilla

VIAJE CON NOSOTROS

- CARMEN CAMACHO

QUE viajar está sobrevalor­ado lo sabe cualquiera que le toque andar de acá para allá. Válido para quienes consideran que lo importante es el camino y para quienes solo desean llegar a destino: las compañías de transporte­s y las reservas de alojamient­o ya se encargan de tensar lo uno y lo otro hasta achicharra­rte la sangre en origen. Habrá quien piense que cualquier tiempo pasado fue peor, que antaño los trenes descarrila­ban o tardaban, frente a esta época, cénit de la cinética, en la que nos desplazamo­s raudos y engreídos. Será que viajan poco, o tienen palafrener­o y camarera que les saque los billetes y les haga las maletas.

Renfe ha de ponerse las pilas para ser competitiv­o en el nuevo marco ferroviari­o, escucho decir. A fe mía que lo ha hecho: su web y app tiene ahora más trampas, fallos y letra menúa que la low cost más bajuna. Desde que están los bonos – que apoyo, pero no así– gasto el triple; en muchos trayectos no hay manera de hacerse con un billete regional, y toca tomar otros trenes más caros. Ahora cobran el derecho a cambiar el billete o escoger asiento, entre otras más cosas. Si una vez adquiridas quieres, por ejemplo, modificar la hora, te dice la app que tururú, que vaya, algo ha fallado, que lo intentes mañana. Y ya es mañana, y nada. Recurrir al comodín de la llamada es absurdo, lasciate ogni speranza: llamas a las puertas del infierno. Susurras a varias máquinas y, cuando te prometen llegar a un humano, la enésima grabación te informa de que hay demasiadas llamadas en espera, y te corta. No hay daño reputacion­al que no se esté inflingien­do Renfe a sí misma.

Otro indicador de éxito, y certeza de que vivimos en el puñetero futuro, tiene plaza en los comederos, caros y malos, de las estaciones. Si comes bien en una estación, alégrate, estás en un lugar del que el falso progreso pasa de largo. Verbigraci­a, nunca me voy de Jaén sin comer al solecito en el restaurant­e de su estación de tren, y si he de tomar el tren en Córdoba, ni se me ocurre comer en su estación, me cruzo a la de autobuses, donde hay guisos del día a precio digno. Solo queda una habitación: en las reservas de alojamient­o, las páginas generan interesada­mente un estado de ansiedad al comprador. Toda vez atacada de los nervios, el proceso se torna en un mar de códigos, app, cvv, claves bancarias, números de reserva y yincanas para llegar a la modesta habitación de la vieja ciudad que ya no reconozco. Me arrojo sobre la cama, y sueño con maletas imposibles de cerrar.

Si comes bien en una estación, alégrate, estás en un lugar del que el falso progreso pasa de largo

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