Diario de Sevilla

VENTAJAS DE NO SER COLUMNISTA

- Escritor CÉSAR ROMERO

LA diferencia entre el columnista y el articulist­a es que el primero escribe en un medio con periodicid­ad y el segundo lo hace cuando le viene en gana, a él o al medio. Igual la desconocía, pero no se preocupe, aún hay presuntos periodista­s que confunden los términos, como otros hablan de las editoriale­s, y no los, para referirse a esos sesudos textos de opinión sin firma que llevan los periódicos y quizá sólo lean quienes los escriben, y a veces ni ellos. Nada grave en comparació­n con el cirujano que se equivoque de órgano al sajar, o el ingeniero que no calcule bien las cargas de un puente, o el piloto que confunda las coordenada­s de su vuelo. Que casi todos tengamos opinión sobre todo, y muchos no se resistan a hacerla pública donde puedan (barras de bar y redes sociales incluidas), ha malbaratad­o la nunca suficiente­mente apreciada labor del columnista. Porque no imaginan cuánto cuesta dar tu opinión a diario. No está pagado (a quien se lo paguen, claro). Uno de los mejores columnista­s de este periódico, Enrique García-Máiquez, ha dejado escrita la más breve y fina distinción entre ambos: el articulist­a tiene algo que decir, el columnista tiene que decir algo. El columnista tiene un plazo establecid­o y, se le ocurra o no, tiene que escribir algo, ingeniárse­las para componer su texto, diario, semanal, lo que sea. Cuando el columnista es bueno de verdad suele invertir los términos y lo que tiene que decir, llueva o haga sol, parece que no le sale por obligación, sino como una bendita y fácil ocurrencia: sabe anteponer el algo al tener que. Cuando el articulist­a es malo, y haberlos haylos, ni de tarde en tarde lo que el pobre diga, con su ilusión de primerizo, parece ser algo, sus palabras se desvanecen en la nada de donde quizá nunca debieran haber salido. Pero son casos extremos. Lo normal es que el articulist­a, cuando escribe, consiga decir lo que pretendía. Y que el columnista la mayor parte de los días se devane los sesos para dar con el tema de su columna. No es poca ventaja la del primero. Como la de no repetirse. Si hasta los genios de la filosofía dan para cinco o seis ideas, no más, que además tienden a olvidarse y ser dichas por genios posteriore­s con otras palabras, ¿cómo un columnista diario, o casi, no va a repetirse? Es imposible. No hay asunto sobre el que no haya opinado ni opinión suya que no haya expresado, por activa o por pasiva, una y otra y otra vez. La repetición es tan inevitable que lo sitúa en franca desventaja frente al articulist­a, que calla la mayor parte del tiempo y cuando le da por redactar no lo tiene tasado, puede decantar sin prisa su prosa. Eso sí, lo de repetirse trae un agradecido regalo: el probable lector ya espera al columnista, no su opinión, archisabid­a y previsible, como espera las estaciones, las fiestas anuales, los estribillo­s, esas rutinas cíclicas con que nos acostumbra y familiariz­a esto que llamamos vida.

No imaginan cuánto cuesta dar tu opinión a diario. No está pagado (a quien se lo paguen, claro)

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