Diario de Sevilla

Paradigma de clasicismo

● Ortega se eleva al podio de la Feria con una obra plena de cadencia y naturalida­d ● Luque, intratable, confirma su rol de general de la tropa

- ▼ ÁLVARO RODRÍGUEZ DEL MORAL

NADA que no sepan. Juan Ortega había alcanzado una indeseada notoriedad a final del pasado año por lo que todo el mundo comentó en su momento. Es agua pasada que sólo interesa a los que lo sufrieron. Después llegó el silencio, la primera salida mediática en el programa de Herrera, los éxitos del albor de la temporada y, finalmente, el inesperado baño de masas en la jornada de puertas abiertas organizada por la empresa Pagés.

Ortega era el más esperado y acudía a esta primera tarde cerrando el que segurament­e era, a priori, el cartel más redondo del abono. Los toros de Domingo Hernández –en una tarde de calor infernal y con ese extraño , diverso y espeso público que ha suplido a los cabales para los restos– estaban sentencian­do la tarde sin que ocurriera nada relevante. La corrida parecía condenada al sumidero –Morante, de tórtola y oro, se acabó de desilusion­ar con el esmirriado sobrero de Matilla que hizo cuarto– hasta la salida del informal y manso quinto que puso a prueba el impresiona­nte magisterio de Daniel Luque.

El orejón era de peso pero el asunto no había terminado. Ortega se iba a estirar de verdad en los lances de recibo al sexto. Era un animal bien hecho, con la fuerza precisa y una bonancible y enclasada embestida que se iba a aliar perfectame­nte a la tersa muleta de su matador.

No es misión de estas líneas demenuzar los capítulos de una faena que fue un canto al toreo eterno, a su palo más clásico; al diálogo de un hombre y un toro entendido como tratado de cadencia, buen gusto, naturalida­d y armonía. El trasteo fue creciendo en su interpreta­ción a la vez que se clavaba en la memoria poniendo muy alto el nivel para lo que queda de Feria, que aún es mucho y también bueno.

La banda de Tejera, que este año anda sembrada, se unió a ese coro de buen gusto y oportunida­d tocando Manolete, el Amarguras de los pasodobles. No podían haber elegido mejor: la historia taurina y personal de Juan Ortega no habría sido la misma sin pasar por la ciudad de los califas. Allí se graduó como ingeniero y se forjó como torero en unos años indecisos que no lograron quebrar confianzas. Después llegaría una larga travesía del desierto en la que encontró la mano de Pepe Luis Vargas, pigmalión providenci­al que siempre mantuvo la fe. La faena de aquella corrida televisada en plena pandemia lo acabaría cambiando todo. Llegó el circuito de las ferias y hasta ese lance personal que colocó su cara en un escaparate mezquino e indeseado.

Pero Ortega, dueño del concepto más puro y clásico del escalafón, le debía este recital definitivo a una plaza que ya le esperaba sin demasiadas condicione­s. Era el día, también el toro. Y supo aprovechar­lo en esa hora mágica –la marea del río sube ecos

“Soy paciente y todo llega; ha sido mucho tiempo esperando”, declaró el torero

La corrida se iba por el sumidero pero los dos últimos toros lo iban a cambiar todo

antiguos de guajiras y milongas– en la que la plaza de la Maestranza, en su aura más regionalis­ta, es fértil para los milagros.

El torero, de alguna manera, resumía sus sensacione­s al terminar el festejo. “Soy paciente y todo llega; ha sido mucho tiempo esperando y muchas peleas con uno mismo cuando a uno no le salen las cosas o no coges compás; el toreo es así y los toreros tenemos la capacidad de hacer feliz a la gente...” Era la clave de una faena que será recordada más allá de las orejas. Es el secreto de las grandes obras que se evocan por lo que significar­on, por lo que hicieron sentir a los que las contemplar­on. ¿No merecía esa traída y llevada Puerta del Príncipe que los mediocres quieren reducir a mera aritmética?

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JUAN CARLOS MUÑOZ La faena del diestro sevillano al bonancible sexto de Domingo Hernández fue un auténtico tratado de buen gusto.
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